El 28 de diciembre desde las 21, en Piedras Blancas (Ruta 168 y Costanera Este) tendrá lugar una denominada Misa Ricotera, celebrando un nuevo aniversario de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. En la ocasión actuará Gaspar Benegas con su banda La Mono, presentando su nuevo disco “Anomalía”: para luego convertirse en banda estable, sumando a Baltasar Comotto para el homenaje redondo.
Pero la noche abrirá con Ricardo “Mono” Cohen, el mítico Rocambole, presentando su libro “Arte, diseño y contracultura”. Para saber más sobre este lanzamiento autogestionado, El Litoral dialogó con el artista platense.
—¿Qué nos podés contar de “Arte, diseño y contracultura”? ¿Cómo fue el proceso de seleccionar trabajos y convocar a los invitados que escribieron sobre tu obra?
—Algunos amigos que estaban vinculados a la industria gráfica me dijeron que ahora era posible presentar un proyecto en alguna de esas plataformas de Internet donde se proponen proyectos; que había una que se llama Panal de Ideas, donde uno podía conseguir la financiación del proyecto: es como conseguir accionistas, o gente que compra previamente la publicación. Porque si no de otra manera hacer un libro de arte, con la calidad que requiere, era económicamente imposible para un particular como yo.
—Lo que ahora llaman crowdfunding.
—Claro. Iniciamos el desarrollo del proyecto, lo publicitamos, y en poco tiempo conseguimos las financiación requerida. El proyecto caminó: es un libro con imágenes de trabajos míos de todas las épocas; algunas que tuve con Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, como también otros grupos musicales; y cuadros, dibujos y bocetos que hice a lo largo de mi vida para otro tipo de circunstancias.
Para que no fuera solamente un libro de imágenes convocamos a algunos amigos que quisieran participar: Miguel Grinberg, conocido filósofo contracultural, que supo editar revistas como Eco Contemporáneo y otras, a fines de la década del 60; hoy día da clases magistrales y conferencias. Por otro lado otro Miguel que es Rep, dibujante conocido que trabaja actualmente en Página 12. Y un tercer Miguel, que es Cantilo: músico con el cual estuve vinculado en muchos momentos de mi vida. Esa es la trilogía de los Migueles.
Pero además hay otros que escribieron: algunos son periodistas de rock, otros críticos de arte, y algunos poetas. Con todo eso hicimos un cóctel para poner las imágenes; también algunos comentarios míos acerca de la naturaleza de las artes plásticas.
—¿Te sorprendió algo que haya escrito alguno de ellos?
—Me sorprendieron muchas veces por el cariño que mostraban, por sucesos que habían pasado hace años. En general son relatos de sucesivos encuentros a lo largo del tiempo. En realidad me sorprendieron todos.
—¿Qué sensaciones acompañaron esta mirada hacia atrás sobre cuatro décadas de trabajos, algunos ya parte del imaginario colectivo?
—Bueno, soy bastante viejo, entonces ya me he transformado en uno de esos ancianos nostalgiosos del tipo del Abuelo Simpson. Entonces muchas veces me pongo a contar historias que a nadie le interesan, y después termino durmiéndome con la boca abierta tirado para atrás (risas).
—Hubo muchos artistas que combinaron la plástica de caballete con la afichística: Toulouse-Lautrec fue uno. ¿Cuándo te diste cuenta que tu punto de trascendencia iba a venir por el lado de la gráfica en términos de reproducción técnica?
—En principio en ningún momento soñé con ningún tipo de trascendencia. Mi formación (cuando era bastante chico) fue la historieta nacional: siempre me atrajo el territorio de las imágenes que están hechas para ser reproducidas. Entonces no me era ajeno el tipo de dibujo que se usa para el diseño gráfico o la ilustración; lo que nunca me imaginé era que hubiera sido posible una trascendencia y una difusión de las imágenes de la manera en que pasó. Pero lógicamente también fue por el hecho de haberme reunido con gente tan talentosa como la gente de Los Redondos o La Cofradía de la Flor Solar. Hubo otros músicos con los que yo trabajé muchas veces.
—Hace tiempo contabas que uno de los dibujos más célebres lo hiciste a las apuradas para un aviso, con cartulina negra y Liquid Paper; después terminó en tatuajes y banderas.
—Eso todavía es para mí un misterio: cómo una imagen puede llegar a transformarse en algo así como un ícono. Incluso por el hecho del modo de producción de esa imagen, que fue así a las apuradas. Si tuviera la receta exacta hubiera hecho otros (risas), pero ese es el más difundido.
—Ese es el tema: no hay receta para lo espontáneo.
—Quizás tendría que reproducir un momento así, de que me apuraran para hacer un trabajo, hacerlo casi sin pensar, y ese sería el secreto. De todas maneras la imagen obviamente estaría en mi cabeza, porque había hecho anteriormente algunos otros trabajos vinculados a ese tipo de imágenes.
—Hablabas del hecho de cruzarte con artistas como los Redondos o La Cofradía, que tiene mucho que ver con una dinámica de La Plata en la década del 60, ciertos ambientes contraculturales. ¿Por dónde pasa hoy el cruce entre diferentes disciplinas y artistas?
—Ahora es común el cruce de las disciplinas. En su momento quizás parecía un poco extraño. Yo estuve vinculado a las artes plásticas como docente universitario, y por el otro lado a mi afición por la historieta y el diseño. Pero en esos momentos no era tan común esa mezcla: a lo mejor los artistas de caballete iban a un club y los dibujantes de historieta iban a otro. Hoy día, donde se han desarrollado todas estas tecnologías que conducen a lo multimedial, ya es muy común que los jóvenes que estudian artes visuales se mezclen a menudo con los cineastas, con los editores de publicaciones: ya es moneda corriente.
—Como que se van buscando.
—Sí, ya se ha dado una mezcla de de disciplinas, por lo menos de las vinculadas a las artes visuales en su totalidad, que están bastante atravesadas entre sí.
—Más allá de tu colaboración con los Redondos colaboraste con muchos artistas, algunos emergentes como fueron en su momento Zumbadores. ¿Cómo se articula la identidad personal con la estética del artista que te viene a proponer un trabajo?
—En general no soy de los que piensan que un diseño es como un servicio. Sé que hay escuelas que plantean que el diseño es un servicio vinculado a empresas, y lo que tiene que hacer el diseñador es ayudar a la empresa persuadiendo a clientes a que hagan uso de las cosas que produce esa empresa. Pero yo pienso al revés: cuando aparece algo que podemos llamar “cliente”, lo que tiene que hacer el diseñador es más bien proponer: intervenir dentro de la obra, de la misma manera en que interviene el músico en el disco.
Siempre planteamos, desde la época de La Cofradía, que un disco no era solamente un grupo de canciones grabadas: era una obra, una cosa que uno podía atesorar. Eso estaba soportado por varias disciplinas: la poesía en el caso de las letras; de la música propiamente dicha; y el asunto de lo visual. Más tarde empezó lo visual a hacer bastante presión y vincularse a lo musical: de hecho cuando aparecen los primeros canales de televisión vinculados a la música tenían contenidos visuales, porque la televisión tenía que ser audiovisual. Entonces hubo una especie de matrimonio entre poesía, la música y lo visual.
—El tamaño de los vinilos estaba bueno para lucir los trabajos.
—Era un placer en aquella época agarrar un álbum de rock inglés, que estaba a lo mejor profusamente ilustrados por diseñadores como Roger Dean o Peter Blake: uno se sentaba al lado del tocadiscos, ponía el disco y se ponía a mirar el álbum, que tenía imágenes y las letras de las canciones. Era fantástico. De todas maneras el pasaje al CD, si bien disminuyó el tamaño de las imágenes, lo que finalmente proyectó fue la ideal del librillo, el booklet, y también la posibilidad de innovar dentro de los envases. De hecho con los Redondos hicimos eso: empezamos a escaparle al estándar y empezamos a hacer envases extraños.
—Como el ojo de buey de “Ultimo bondi a Finisterre” y la medallita de “Momo sampler”...
—Venís a la Misa Ricotera, obviamente mucha gente se va a querer sacar fotos, o preguntarte por anécdotas. ¿Cómo vivís la permanencia del fenómeno, incluso en generaciones que vinieron después?
—Para mí es muy notable la persistencia del fenómeno, del reconocimiento. A mí se me han acercado chicos de no más de 12 años que vienen con algún disco (que a lo mejor era del padre), me piden que se los firme, y saben las letras de los temas de los Redondos. Eso no me lo puedo explicar: es como el caso del aviso del esclavo con las cadenas. Yo podría decir: “Bueno, es un grupo que tenía un cantante fantástico, tenía una poesía bárbara, sonaba muy bien, tenía una manager que los llevó por buen camino”. Pero no termina la cosa ahí. Para mí esa persistencia entra dentro de lo mágico.
Recuerdo en esa época que por ejemplo se iba a grabar el disco “Luzbelito”, como una innovación en el envase y todo. Seguramente iba a ser el disco que marque el punto más alto y hasta ahí, después vendrá la decadencia. Todos lo comentábamos: “¿Cuándo va a emezar la cosa a flaquear?”. Pasaba el tiempo, no flaqueaba, entonces salía otro disco, y ahí decíamos lo mismo. Y no: al final se tuvieron que separar sin que la cosa pasara.