Martes 27.9.2022
/Última actualización 10:55
“Acá soy feliz”, dice Rodrigo Manigot luego de hacer un giro 360 por la pieza. El movimiento es veloz, pero no caben dudas de que la biblioteca domina el ambiente. “Este espacio lo armé con mi mujer y mi hija”, amplía el músico devenido -formalmente- literato en 2020 por la publicación de “Donde no van las melodías” (La Crujía). “Y me ha dado sus frutos”, aunque reconoce, “si hay que escribir, se escribe en cualquier lado”.
Rodrigo está vestido para salir a correr, algo que hará una vez que la entrevista finalice. Pero ahora es media mañana. No tan temprano como el momento que elige para seguir el pulso narrativo en la computadora: a primera hora del día, cuando todavía descansan Micaela y Cielo. Ahí sucede la “inspiración total”. Lo que dice acompaña, sin querer queriendo, esa canción de Ella es Tan Cargosa que afirma: “Las mañanas la rompen mal / aunque no rimen con rock and roll / pero sí con tranquilidad”. Toma unos mates, siempre amargos, tal vez con una leve modificación: una cucharita de azúcar.
Ir a fondo
La pasta de escritor ya se olfateaba en el universo lírico de La Cargosa. Verbo olfatear y sentido del olfato son una constante en Rodrigo, solo basta rastrear en su discografía ejemplos como “La banda de sonido de tu vida”, “Pueblo fantasma” o “No lejos”. Olfato algo periodístico, teniendo en cuenta su paso por la carrera de Comunicación en la UBA. Con todo ese background, el cantautor sabía que su primera obra iba a romper el hielo. “Cuando vos tenés una obsesión, lo bueno es poder resolverla haciendo obra”, reconoció en una charla nunca publicada, que data de 2020.
Llegó la pandemia. La banda de Castelar cumplía 20 años y a Rodrigo le ofrecieron hacer un libro digital. “Yo tenía 52 años y había escrito desde los 30. El sueño de mi vida era publicar... ¿y mi primer libro iba a ser digital? Entonces, me llamaron de La Crujía para escribir un libro con Iván Noble”. Pero el ex Caballeros de la Quema había lanzado recientemente sus memorias y la pulsión del novel Manigot daba vueltas como una necesidad. El material estaba.
El impulso definitivo lo tomó en un taller literario dictado por Matías Bauso, en sintonía con una serie de cambios personales que incluían “ir a fondo con la literatura, apretar el acelerador”, tal como apuntó por aquellos días, manifestando una vez más destreza y expertise en la jerga automotriz. Se cerraba la etapa del candidato a escritor. “Donde no van las melodías” tuvo buenas recepciones y, recuerda con alegría su autor, “me dio un margen mayor de autoestima como escritor para salir con el libro que estaba guardado bajo siete llaves: ‘El aire del mundo’”.
Lo supe siempre
Tapa, solapa, fotos familiares, título, datos. Hasta que llega la famosa página 7 de un libro. La llave es una cita de Joan Didion que dice que para seguir vivos “tenemos que dejar ir a los muertos”. Flor Monfort recupera la potencia del intertexto al configurar la idea de una cartografía amorosa, en donde cada lugar, cada persona y cada momento tienen el olor de la primera y única vez. De la experiencia. Manigot se acopla. “Lo más importante que me dejó el libro, además de acercarme a zonas de mayor claridad y luminosidad, fue permitirme salir del lugar del hijo”.
Cronológicamente, “El aire del mundo” es el nombre del segundo libro de Manigot. Pero bien valen unas comillas. Explica el autor que, en realidad, termina siendo una precuela involuntaria. “Salí primero con el capítulo 2 o 3. Este libro es el tomo 1 de ‘Donde no van las melodías’, eso yo lo supe siempre”. Del mismo modo, tenía en claro que “su última publicación suponía una mayor exposición de la gente que quiero: mi vieja, mi viejo, mis hermanos”.
“Salí primero con el capítulo 2 o 3 de ‘Donde no van las melodías’”, reordena Rodrigo. Foto: Gentileza La CrujíaFlashback: Las cosas importantes
Como en su faceta de escritor, esta obra demandó años, costó animarse. Hoy Manigot puede identificar charlas con amigos, donde puteaba a los oídos de nadie... pero las palabras seguían dentro del cuerpo. Hubo que domar el decir. El proceso llevó años. Fue un avance laborioso, fue prepotencia de trabajo (dijera, en dos instancias, Walsh). “No quise condicionarme, me dediqué al placer de sostener mi escritura en el tiempo”.
Rodrigo vuelve. Piensa. Se acuerda de algo que dijo Fabián Casas sobre el estilo tardío. “Viste que hay tipos que irrumpen a los 20, rompen todo. A los 30, 35 sufren la condena de la gente que les exige el mismo pico creativo de antes. Yo vendría a ser de la escuela contraria”, deja escapar una carcajada. “A los 20 tuve una banda de covers. Unos años después empecé a componer canciones. De hecho, termino siendo padre a los 47 años, después de escribir este libro. Las cosas importantes siempre las arranqué tarde”.
Sos tanguero
Rodrigo asume que no tiene tan claro cuándo empezó a formarse esa percepción sensible del mundo. “En mi casa circuló mucho la cultura. De pibe nos rompían tanto para que leyéramos o escucháramos música, que de rebelde no le daba bola. Pero, internamente, iba inhalando algo culturoso”. No recuerda qué libros leían sus viejos, ambos docentes, pero recuerda verlos leyendo. Mientras viajaban en auto, leían. “Se va armando algo que después resuena en vos”, traduce desde el presente, como nombrando a Faulkner, Pound, Piglia, Saer y esa lírica arrabalera que le llegó a los 20 luego de la muerte de Pichi, su padre. De hecho, La Cargosa son melodías inglesas subtituladas por Manzi, Discépolo, Cátulo, Cadícamo, Espósito, Eladia, Celedonio. En esas letras “encontré mucha más profundidad y cercanía que con los músicos de rock”, recupera el hombre de Castelar sin dejar pasar la gastada de Fito Páez: “vos sos tanguero”.
Ni vos sabés
El año 1998 es otro hito en la configuración del lector que de a poco se va animando. Mirando a los ojos del vendedor de seguros que soñaba con tener su banda de rock, trae a colación: “Fuimos a vivir a una casa hermosa para mi inspiración con Mariano y Mercedes, que estaba embarazada de mi sobrina Flor. Vivíamos como podíamos, subsistíamos. Me acuerdo de haber leído todos los “Trópicos” de Miller. Él decía que el quilombo viene el día que escribís algo y la maestra levanta la hoja: acá hay alguien que escribió algo más fuerte que los demás. Bueno, eso me había pasado de chico”.
Hace un tiempo, Manigot se encontró con un amigo que conoce desde los seis años. “Siempre fue lo tuyo”, le devolvió Cachito Urio. “Son armas que ni vos sabés que tenés. O te olvidás. Así que me parece que viene por ahí. Del mismo modo que mi mellizo (Gonzalo) dibuja extraordinariamente bien. Uno va siempre a un lado donde se siente más cómodo”.
Terminan saliendo
“Creo que siempre estuve atento a los detalles del mundo, a la belleza de los momentos que atravesaba. Si vivís con intensidad, es lógico que se imprima en la memoria una catarata de recuerdos intensos”, analiza. “Eso te predispone para ser artista”. Y aclara, antes de que sea tarde: “artista siempre con minúscula y entre comillas. No me gusta jugar ese rol, para mí es un trabajo más”. Un “artista” que alguna vez escribió a mano, pero “si lo hago ahora, me agarra artritis”, dice dándole lugar al resabio de humor negro que aún maquilla su rostro. Manigot es de la estirpe de Manuel Moretti. Tipos curtidos por el dolor que conocieron la oscuridad temprano, y se les quedó ahí: en el rictus compañero de un modo de decir y de creer. Tipos que, por eso mismo, hoy valoran mucho los frutos visibles de construcciones subterráneas.
Hubo un amigo, que ahora no es amigo, pero Rodrigo siempre rescata por un consejo que supo darle. Le dijo: “Tus letras de canciones no tienen literatura. Tenés que leer más”. Vinieron años de leer muchísimo. “Cuando uno lee, se alimenta de letras y esas letras terminan saliendo. En la primera parte de los ‘90, estuve concentrado en las letras de las canciones; cuando me sentí más seguro en ese terreno, arranqué escribiendo mala poesía y me anoté en un taller literario. Ahí escribir se tornó algo muy placentero”. Pero, el problema siempre fue el mismo, el de la historia de la humanidad: hacer un montón de cosas que no nos gustan para que sean posibles las cosas que nos gustan. Y el tiempo reducido, por el laburo precarizado en el corazón de la década menemista, fue dedicado a la música con el afán de poder vivir de eso un día. Pasados los años y los trabajos (que se encarga de relatar “Donde no van las melodías”), recién hoy Rodrigo Manigot puede decir con orgullo TENGO TIEMPO.
Vasos comunicantes
Elige un disco. Deja que suene en su mente, mientras responde. “Trinchera”, de Babasónicos. Reflexiona, como quien comparte algo que viene pensando y da con el momento preciso para ponerlo en común. “Es un pedido de unos tipos de 50 que quieren aprovechar hasta la última gota de tiempo en sentido creativo. Creo que esa pelea sigue existiendo en todos lados y es una de las tantas que hay que dar”.
La afirmación es fuerte, casi de psicoanálisis. En el sendero de microsurcos que sigue la aguja de su memoria, Manigot se ve reflejado. “Toda la vida trabajé para poder tener este tiempo, mío”. Después, el tiempo se reparte... “Estoy en un período híper creativo con las canciones y también puedo escribir. Veo caminos distintos, pero están esos vasos comunicantes”.
Fiel a esta charla y anteriores, Rodrigo frena, desarma la frase y busca en su biblioteca mental un libro. Se trata de “Mi lucha”, de Karl Ove Knausgård. “Más allá del título polémico, se trata del tiempo que necesitamos los escritores, la gente del arte, para poder usarlo creativamente”. Y se embala como el niño que volaba por los balnearios de la costa emulando a Fillol, Gatti y Pumpido a la vez. “Estoy re contento de poder tener visión de mediano plazo porque lo que está pasando lo pude prever en 2020, cuando salió el primer libro. Ya estoy pensando en un tercero, pero he aprendido algo de lo poco que uno aprende con los años”. Dos puntos. Disfrutar, paso a paso, ponerle el pecho al aire del mundo. De fondo, la mente del redactor hace sonar esa canción de GIT, cada día más inoxidable.