Ignacio Andrés Amarillo
La opereta, con autoría de Oscar Escalada y Rodolfo Amy, y producida por el Ministerio de Innovación y Cultura, se presentó ante un Teatro Municipal colmado.
Ignacio Andrés Amarillo
El Ministerio de Innovación y Cultura de Santa Fe ha llevado adelante con satisfacción una nueva apuesta en el campo del teatro musical. Se trata de “El arcón de Sancho Panza”, creación de Oscar Escalada (libreto y música) y Rodolfo Amy (libreto), venidos desde la provincia de Buenos Aires para asistir al montaje. Caracterizada como “ópera para niñas, niños y jóvenes” (aunque sin caer en infantilismos), técnicamente viene a ser una opereta o musical lírico, debido a sus pasajes hablados.
Gustavo Palacios Pilo, en su primer encargo oficial como puestista (con larga experiencia en el teatro musical al frente de Operetas, y con presencia como asistente en puestas municipales como “Amahl y los visitantes nocturnos” y “Espíritu traidor”) tuvo a su disposición a los organismos provinciales, haciendo dupla con Manuel Marina como director musical.
La obra
¿Por dónde empezar a hablar? Por el libreto y la partitura, dirían los tradicionalistas. La historia del ingenioso hidalgo ya había sido abordada en el musical “El hombre de La Mancha” (Dale Wasserman, Mitch Leigh y Joe Darion), pero los autores apuestan a una narración igual de episódica pero más ligera en su tono, sin esquivar el desenlace trágico y épico a la vez. Aquí Sancho Panza es puesto como narrador de pasadas andanzas, y Dulcinea del Toboso como sujeto idealizado. Ante un auditorio de niños, y tras una introducción cervantina, Sancho arranca con sus historias, que cobran vida sobre el escenario.
La partitura es vivaz y muta entre escenas: así va desde el tono ligero y cómico que acompaña por momentos a Sancho, a la épica del enfrentamiento con el Caballero de la Blanca Luna; desde el tema de amor a Dulcinea expuesto al principio por el Quijote, al impactante “Ave María” final cantado por la Dulcinea celestial, que pasa por el coro total a capella para entrar al tema triunfante de Dulcinea en contrapunto con la vuelta de aquel primer tema de amor. Los dos temas principales, pensaría Andrew Lloyd Webber, que agregaría: hace falta un tercer tema grupal. Bueno, está: es la canción de los galeotes, una canción isabelina fresca en las flautas y la pandereta.
Marina contó para llevar todo esto adelante con la Orquesta Sinfónica Juvenil de Santa Fe, organismo con el que trabaja habitualmente y del que sabe sacar buen provecho. Como la obra pone en diálogo a los solistas con los coros, debió alinear a los cuerpos del Instituto Coral de la Provincia: el Coro de Niños (dirigido por Marisa Anselmo y José Rudolf), al Juvenil Masculino (a cargo de Cristian Gómez, de divertida presencia escénica también) y el Juvenil Femenino (liderado por Virginia Bono).
Los intérpretes
El barítono Claudio Rioja se pone la obra al hombro como Sancho: su conocida picardía escénica (como la que mostró en “El mago de los sueños”, anterior puesta provincial) le da movimiento a la narración, tanto en las partes habladas como en las cantadas. A su lado, el tenor Germán Heis tiene momentos lucidos como Don Quijote, creciendo hacia el final.
El resto de los solistas se manifiestan en pasajes puntuales: el contrapunto entre el severo cura de Germán Tavella y el divertido barbero de Brian Bolsón; el intenso Maese Pedro de Otti Gómez, secundado por María Florencia Gugliotta como la Melisendra-marioneta. Walter Peghinelli se genera su espacio como el bachiller Sansón Carrasco (Caballero de la Blanca Luna), y como dijimos los galeotes se lucen en las voces de José Rudolf y Rodrigo Naffa, acompañados por el Coro Juvenil Masculino. Antonella Carballo se come los últimos minutos como Dulcinea, en su homenaje, redención y ascensión celestial del héroe.
La única objeción al trabajo de los cantantes, que ya hemos expuesto en estas páginas, tiene que ver con la falta de kilometraje operístico en nuestro medio, que redunda en la disparidad de volúmenes entre los solistas y con respecto a orquesta y coros. Pero es esta senda del hacer la que sin duda hará crecer a nuestros artistas
La puesta
Palacios Pilo supo desde el vamos que tenía que meter mucha gente en el escenario, y darle movimiento con gracia. Entonces apostó a un escenario despejado, con los dispositivos móviles que tanto le gustan: un par de tarimas rodantes y un juego de escalera y andamio “draculeanos”, realizados por Emiliano Nazara de la Carpintería del Teatro Municipal. Su otra apuesta fue el video, tanto para segmentos narrados (empezando por sus propias apariciones como Cervantes) como para los fondos de escenario (particularmente vistosos los engranajes de los molinos), bajo la dirección visual de Aldín Motatu y diseño de proyecciones de Lucas Ruscitti.
En cuanto al elenco, confió el manejo de los coros a los asistentes de dirección Micaela Roggero, Emanuel Lescano, Agustín Luján y Amiel Rodríguez. Como bailarines convocó a Matías Forconi, Lucas Forconi, Franco Benítez y Gastón Gómez, aunque la cuestión coreográfica (a cargo de Juan Pablo Porreti, también diseñador de escenografía) es accesoria a la puesta.
Palacios también firmó el diseño de iluminación junto a Oscar Peiteado, el cual (operado por Sergio Robinet) aportó a la atmósfera de ambigüedad entre ensueño y realidad. La producción general corrió por cuenta de Selma López y María Laura Ibañez, que a juzgar por los resultados se movieron con eficiencia.
Así se concretó un nuevo paso de Santa Fe y su región (los entrerrianos tienen su participación en todas las puestas) en el camino de desarrollar una escena propia para la lírica y el teatro musical. Seguir creciendo es la tarea.