Opinión |
Justicia sin fronteras
La globalización, que no es un fenómeno meramente económico, incide también sobre la justicia de los pueblos. La comunidad internacional exige, cada vez con mayor énfasis, que los llamados delitos "de lesa humanidad" no queden impunes.
Hablar de la globalización del orden jurídico o de tribunales cuya jurisdicción no conozca fronteras puede parecer una proyección apresurada de las tendencias imperantes en el campo económico-financiero o la resignada traducción de pesadillas totalitarias de la ficción futurista.
Sin embargo, los estudiosos del derecho y la ciencia política postulan desde hace tiempo la conveniencia de llevar a la práctica un concepto semejante, y sólo la falta de condiciones apropiadas para ello ha impedido que la idea prosperase. No parece inoportuno repasar fugazmente los pasos que se dieron en tal sentido y algunos datos recientes, que habilitan la revisión de esa perspectiva.
Impulsado por la necesidad de los capitales internacionales de activar el circuito mercantil, el derecho comercial fue el primero en ajustarse al requerimiento. Así, la obligación de contar con normas comunes, como única forma de garantizar el libre tránsito de los bienes y el dinero, permitió la vigencia casi incontestada de usos y costumbres, convenios y pactos, y tribunales arbitrales, donde las partes se someten libremente al dictado de un tercero y acatan a rajatablas sus pronunciamientos.
Mientras la Organización Mundial de Comercio (OMC) se transformó en un órgano supraestatal con capacidad para regular la relación mercantil entre los países, el Fondo Monetario Internacional (FMI) se convirtió, con el tiempo, en el regulador del déficit de los países con necesidad de financiamiento extranjero. Los acuerdos para la obtención de crédito celebrados con la banca internacional suelen ser la norma regulatoria para muchos países en materia de política económica, tributaria, laboral, e incluso social o ambiental.
Según desde dónde se lo mire -y de qué Estados se encuentren involucrados-, podrá hablarse de concordancia o sometimiento. Pero, en los hechos, los países han resignado -por una razón u otra, voluntariamente o no- buena parte de su soberanía en pos del aceitamiento de los mecanismos de la economía global.
Pero los arrestos nacionalistas sólo cobran virulencia cuando se trata de resistir la persecución de los delitos contra la humanidad o la violación de los derechos humanos. Si bien el derecho penal internacional tomó impulso después de los juicios de Nüremberg -y del horror ante la comprobación del genocidio-, no ha podido arribarse todavía a una solución universalmente aceptada para el problema, aun cuando en los discursos se comparta la repugnancia.
Las convenciones de Ginebra contra la tortura (en 1949 y 1984), la creación de la Corte Internacional de Justicia de La Haya (1946), la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de Lesa Humanidad (1968), la propia Carta de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos del Hombre tienen peso jurídico para sostener la intervención de los Estados en estos casos. El principio de no intervencionismo -al que nadie presta atención cuando están en juego grandes intereses económicos- no puede convertirse en una coartada para tolerar el exterminio de una etnia, el martirio de personas o su reducción a la esclavitud.
Durante mucho tiempo, rigió el principio de que los crímenes cometidos en el marco de una función de Estado gozaban de inmunidad. Hoy, esa concepción ha perdido terreno. Formular un corpus de derecho internacional coherente, al que todos los Estados se sujeten -otorgando rango superior a los tratados a través de sus constituciones y sin afectar la vigencia territorial del derecho interno-, y crear una jurisdicción que todos acaten -y que las potenciales víctimas conozcan de manera apropiada, para ejercitar su derecho de defensa- es el desafío para las naciones civilizadas. No es poco, pero falta un poco menos que antes.
Emerio Agretti