Opinión: OPIN-02 La política de retar, vigilar y castigar

Por Joaquín Morales Solá


Reta, vigila, castiga. Abre las puertas de su despacho a los disciplinados o las incrusta en las narices de los insumisos o desordenados. Néstor Kirchner ha hecho de esa actuación en el escenario el eje central de su estrategia de poder. ¿Es sólo una estrategia? Puede ser que no: su temperamento influye a veces más que su inteligencia.

La única pregunta que no se ha hecho aún es si la sociedad argentina (que viene a los tumbos permanentes desde marzo de 2001, cuando volvió Cavallo al poder) tiene ganas de participar de tantos combates abiertos por el presidente. Una dosis de confrontación forma parte de su dieta diaria.

En rigor, debe reconocerse que las encuestas le han dado hasta ahora la razón a Kirchner; en la última medición que le alcanzó Artemio López, la simpatía hacia el mandatario, más del 90 por ciento, tiene ribetes sólo vistos en la política africana.

¿Se trata de una conquista definitiva? No, desde ya. El humor social es cambiante, caprichoso, a veces ingrato. Ir pensando a estas alturas en construir un arco de alianzas no le vendría mal al belicoso espíritu presidencial.

Nadie imaginó nunca que el castigo y el desplante tendrían entre sus primeros lesionados al propio vicepresidente. Siempre hubo muy poca afinidad entre esos dos hombres. Daniel Scioli fue, sobre todo, una elegante imposición de Duhalde a Kirchner, cuando aquél se desesperaba para frenar el regreso de Menem. Duhalde es un buen pagador político; Scioli contará siempre con su paraguas.

Ellos vienen de mundos muy distintos. Kirchner se ufana de una militancia casi tan larga como su propia vida. Scioli nació a la vida pública desde la práctica de un deporte de muy pocos, de las fotos constantes en las revistas del corazón y, por último, de una brevísima experiencia política. Kirchner descubrió la política en el peronismo revolucionario de los años 70, y Scioli reconoce en el empresariado a su grupo de pertenencia original.

¿La diferencia explica y justifica la crisis? Tal desigualdad los obligaba a ambos a conversar sobre esas distancias y sobre la acción concreta de uno y otro. Pero el ejercicio de hablar es la primera asignatura de la política y la menos frecuentada por los displicentes políticos argentinos.

Callados e indiferentes, los dos caminaron bailando hacia el abismo. Scioli preocupado por su protagonismo público (que, en verdad, cultivó más de lo que puede tolerar cualquier vicepresidencia), con el solo argumento de que estaba haciendo las cosas que lo habían convertido en un dirigente atractivo para la fórmula.

Kirchner lo veía moverse entre empresarios, lo escuchaba hablar lejos del discurso oficial, desconfiado, leyendo las cosas en términos de lealtad o deslealtad, como lo hace desde que mezclaba la política con los juegos de la adolescencia.

Nunca más volverá a existir la posibilidad de la confianza entre ellos. Es como la deslealtad en un matrimonio: se puede seguir conviviendo, pero la relación nunca será la misma, se oyó muy cerca de Kirchner. Sin embargo, el líder del gobierno cometería un error político si persistiera en el enfurecimiento: no hay peor perspectiva para un presidente que un vicepresidente aislado, ofendido y resentido.

El final fue el único aspecto inexplicable de la crisis: el castigo a Scioli tuvo exceso de dureza, y el relevo de sus hombres en el área de Turismo mostró al sectarismo en cuerpo entero. ¿O, acaso, en la entrañable Santa Cruz del presidente vivían los únicos candidatos para relevar a los hombres de Scioli?

Roberto Lavagna, que tiene la sensibilidad de un político más que la de un economista, aprendió rápido las reglas del juego de la era kirchneriana: es el ministro con más poder y prestigio del gobierno (con el 70 por ciento de aceptación, según aquella medición), pero su exposición pública se limita a lo necesario e imprescindible. Nada ni nadie debe opacar al jefe político.

Para peor, Scioli le desarticulaba las estrategias a su presidente con sus palabras o con sus actos. No es casual que en el mismo momento en que echó del palacio a la influencia vicepresidencial, Kirchner comenzó una ronda de reuniones con empresarios, a los que había sometido al frío y el castigo durante tres meses largos. Sólo el jefe de Gabinete, Alberto Fernández, les daba un poco calor de vez en cuando.

Kirchner se entreveró en un diálogo de compadres con la más importante organización empresaria argentina, AEA (a la que nunca había querido recibir), con algunos productores de petróleo (no con todos) y con los más poderosos dueños de compañías de la construcción.

Bienvenido sea el conflicto si contribuyó para que el gobierno empezara a dialogar con la producción, dijeron cerca de Scioli.

En efecto, la hora de los empresarios ha llegado. Pero no de todos. El presidente sigue en combate con las empresas de servicios públicos y con el sector financiero.

A esas franjas de la economía las vincula con el Fondo Monetario Internacional y con la negociación crucial de estas horas. Nada de lo que hace y dice Kirchner en estos días es ajeno a esa negociación, que debería concluir con un acuerdo que abarcara casi todo el mandato del presidente. Tiene una copia del borrador en su despacho, que lee y relee a cada rato, donde escribe observaciones al margen, y enloquece la agenda y el teléfono de Lavagna.

¿Se puede creer acaso en una coincidencia de Kirchner con Hugo Chávez, que disfruta del aislamiento internacional? ¿Podría suponer Kirchner que la Argentina, sin petróleo a raudales y con una deuda homérica, es lo mismo que la desvencijada Venezuela del demagogo de Caracas? ¿No es Kirchner un político clásico que pertenece a un partido clásico? ¿No surgió Chávez acaso como un militar carapintada que se alzó contra un gobierno democrático?

Los que frecuentan a Kirchner dicen que la estrategia del mandatario consiste en mostrarse ante los poderosos del mundo como un líder que debe ser conquistado antes de que termine en la orilla de los desorbitados. Ese papel lo puede hacer sólo él, pero no lo puede hacer Lavagna, que es el interlocutor del Fondo, explican los abundantes intérpretes del estilo presidencial.

Si Chávez no formara parte sólo de la línea del coro, Washington no habría decidido el apoyo a las negociaciones con el Fondo, anunciada aquí por el influyente Roger Noriega, encargado de los asuntos latinoamericanos en la administración de Bush.

Hay políticas de Kirchner que conforman a la Casa Blanca: su vocación por eliminar las prácticas corruptas de la vida pública y su decisión estratégica de continuar con la cooperación en la lucha contra el terrorismo. Hay, sobre la última cuestión, hechos públicos de enorme notoriedad (como la detención en Londres del ex embajador iraní en Buenos Aires por la feroz voladura de la AMIA), pero hay también coincidencias que pertenecen a los secretos inescrutables del espionaje internacional.

El modo presidencial de la rienda corta y el látigo fácil ha producido ciertas extrañezas: el Congreso, por ejemplo, vota a mano alzada leyes que nunca hubiera votado hace apenas seis meses. ¿Qué harán esos hombres con olfato de mastines, para quienes las contorsiones en el aire no son un pecado, dentro de otros seis meses?

Una parte de la respuesta comenzará a perfilarse con los resultados de las elecciones en la Capital, cuando caigan sobre la ciudad incendiada de proselitismo las primeras sombras de la tarde de hoy.

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