Opinión: OPIN-02 Madre de reyes
Por Ana María Zancada


Anochecer del 5 de enero de 1589. El viento azota las grises paredes del castillo de Blois, mientras las aguas del Loira se congelan. Todas las ventanas comienzan a iluminarse, menos una que permanece en penumbras. Allí, cercada por los fantasmas, única compañía que no la abandona, agoniza una de las mujeres que más poder ejerció en la Francia del siglo XVI. Catalina de Medici moría como había vivido, sola.

La Florencia de los Medici


A mediados del siglo XVI, Italia era un cúmulo de territorios gobernados por poderosas familias, que competían en riqueza y poder. Florencia era el feudo de los Medici y Lorenzo el Magnífico, el señor recordado por todos. Una bisnieta suya permanecería también en la memoria de la historia, pero por diferentes motivos.

Caterina María Rómula nació en 1519 y muy pronto quedó huérfana. Fue educada bajo la tutela de un tío, el cardenal Julio de Medici, más tarde Papa Clemente VII, quien tuvo la idea de ofrecerla como esposa al segundo hijo del poderoso rey de Francia, Francisco I. En ese entonces el nacimiento y el casamiento eran cuestiones de alta política. Si bien las niñas italianas recibían prácticamente la misma educación que sus hermanos varones, seguían siendo utilizadas para, a través de convenientes matrimonios, extender dominios territoriales o consolidar alianzas políticas.

Así es que Catalina, cuando tenía sólo catorce años, partió hacia Francia sin haber tenido ninguna oportunidad de expresar algún sentimiento.

La corte francesa


Catalina, que ya era entonces una atractiva joven, inteligente y astuta, logró captar la simpatía del rey Francisco, famoso por sus devaneos amorosos. El viejo rey se enternecía con la paciencia de la joven italiana ante la tibia atención que le dedicaba su esposo, el joven y tímido Enrique, quien extasiado con la experimentada Diana de Poitier, ni siquiera cumplía con sus deberes conyugales. Catalina callaba y esperaba.

Nueve largos años pasaron hasta que todo pareció cambiar con la llegada del primogénito: Francisco, un débil bebé que sin embargo llenó de ternura los días cargados de rencor de Catalina. Ya era reina de Francia, su esposo había sido coronado como Enrique II, pero Diana ocupaba el lugar principal, tanto en palacio como en el corazón real.

A pesar del marcado desdén hacia su esposa, Enrique visitaba periódicamente el lecho marital, asegurando una nutrida descendencia. Diez hijos tuvo Catalina, de los cuales siete lograron la edad adulta. Cuatro varones y tres mujeres.

Pero no eran los hijos los que despertaban sentimientos profundos en Catalina. Su amor por Enrique crecía en la misma proporción que la indiferencia de su marido.

La "Italiana", como despectivamente la llamaba el pueblo, había aprendido a disimular los sentimientos y su sonrisa helada como una mueca de dolor, era lo único que mostraba a la corte.

La muerte del rey


Catalina era amante de las profecías y la astrología y se murmuraba que trabajaban para ella siniestros alquimistas que en oscuros laboratorios, fabricaban venenos que servían para eliminar a todo aquel que se cruzase en su camino.

Por ese entonces un famoso sabio visitó la corte francesa. Venía aureolado de una destacada actuación como médico y astrólogo. Nostradamus era su nombre. Catalina le dio cabida en su círculo y escuchó con horror cómo le predijo la próxima muerte del rey.

Tal como se había profetizado, Enrique II murió en un torneo en junio de 1559. Catalina creyó enloquecer de dolor. A partir de ese momento vistió para siempre de luto y su corazón se cerró a todo sentimiento humano.

Había perdido al único ser que realmente amó. Pero por otra parte, estaba libre el camino para que sus hijos ocupasen el trono de Francia. Su primogénito fue coronado como Francisco II a los dieciséis años. El joven enfermizo, casado con la bella María Estuardo, fue un títere en manos de su madre. Ya comenzaban a sentirse las diferencias entre católicos y protestantes y las facciones, cargadas de odio y ansias de poder, pujaban por el control de la corona.

Catalina, tratando de equilibrar la balanza, casó a su hija Isabel con el católico Felipe II de España y a su hija Margarita con Enrique de Navarra, protestante.

Mis hijos, los reyes


Francisco reinó sólo un año. Le sucedió su hermano, Carlos IX, de diez años. Catalina, radiante, ejerció su poder como regente y la historia la hace responsable de la terrible matanza de los hugonotes, la noche de San Bartolomé, el 24 de agosto de 1572.

Pero el preferido era su hijo Enrique. Con satisfacción y sin dolor por la muerte de Carlos IX, asistió a la coronación de Enrique III, un joven excéntrico, más afecto a su vestimenta, las joyas y los jóvenes protegidos que en forma permanente pululaban a su alrededor, que de los graves problemas que enfurecían al pueblo muerto de hambre y diezmado por la peste en las calles de París. Enrique no tuvo descendencia, murió apuñalado y con él se extinguió la casa de Valois. Lo sucedió Enrique de Navarra, quien para poder acceder al trono de Francia expresó: "íParís bien vale una misa!".

Catalina fue odiada siempre por los franceses. No supo conquistar su cariño. En realidad no fue amada por nadie, ni siquiera por sus hijos, por quienes usó todos las armas que tuvo a su alcance para colocarlos en el trono. Pero más que el cariño los unía el deseo de poder y el brillo de la corona de Francia.

El recuerdo de la historia


A pesar de su carácter frío y calculador, de su rencor hacia quienes no cumplían y servían sus propósitos, Catalina fue una mujer culta y amante de las artes. Inició el arte perfumista que llegó a ser símbolo de París, introdujo el balleto de Italia, que luego se conoció universalmente como ballet, mandó construir los jardines de las Tullerías y ampliar el Louvre e hizo traer de Italia una de las bibliotecas más importantes de la época.

Pero nada de eso sirvió para adormecer el recuerdo de su sangriento pasado. Prefirió ser temida a ser amada. Nadie lloró por ella aquella fría noche del 5 de enero de 1589. Nadie le brindó la ternura de una caricia. Sólo los fantasmas de adversarios y enemigos que, acechando en las sombras, esperaban el instante supremo para hacerle compañía.