Uno lo ve ahora, a los 62 años, desaliñado, con la mirada perdida, y cuesta descifrar lo que ha sido de su vida y de los misterios que ella encierra. Su carácter de genio loco nacido en Chicago y criado desde los dos años por la separación de sus padres en el distrito neoyorquino de Brooklyn, refugio entonces de inmigrantes, pobres, negros y excluidos del sistema de poder, acaso explique algo de su vejez polémica.
Paranoico, fóbico, ermitaño, para muchos el más grande genio del ajedrez de todos los tiempos: un enigma para psicoanalistas y sociólogos. Un producto "made in USA" cuyo destino de precoz lucidez, además del que forjó, podría haber sido tanto el de un celebrado y exitoso Bill Gates, capaz de partir en dos la historia gracias al poder de su inteligencia insolente, o el de un alienado adorador de las armas y las matanzas como en Bowling for Columbine.
Un asesino que, desde su propia condición de maltratado ex prófugo, pasó a matar con las palabras a otros sectores víctimas históricas de persecuciones y holocaustos como los negros y los judíos.
No lo condenaron tanto por sus inconcebibles derrapes verbales racistas, como por la desobediencia y sus furibundos disensos con la potencia hegemónica del mundo unipolar, su propia patria originaria, a la que le dio la mayor y más apreciada cocarda de la Guerra Fría: el primer derrumbe comunista, anterior a la caída del Muro de Berlín (1979) y a la disolución de la ex Unión Soviética (1991).
Fue en 1972 cuando le arrebató al soviético Boris Spassky el título mundial de ajedrez, una tradición de la gran patria rusa, en Reykiavik, Islandia. Fue recibido con honores por el presidente Richard Nixon y presentado como el emblema de los valores de Occidente que le habían adjudicado sin consultarlo.
Cayó en desgracia cuando desafió una resolución de la ONU que, impulsada por EE.UU., estableció un embargo económico a Yugoslavia por los crímenes étnicos en medio de la feroz batalla librada por la partición balcánica. Fue y jugó allí en 1992. Veinte años después del pico de su gloria le ganó la gran revancha a Boris Spassky a cambio de una parva de dólares. Renunció a la ciudadanía de su país y dobló la apuesta cuando festejó el demencial ataque a las Torres Gemelas de 2001, mientras el mundo se postraba de justificado dolor y se persignaba ante tanto horror.
Estuvo ocho meses preso en Japón, el estratégico aliado de Estados Unidos en Asia, por el uso de un pasaporte falso. En verdad lo puso tras las rejas el gobierno de Bush, que había decretado su pedido de captura y tramitaba la extradición.
Como él, Bush también había violado disposiciones de la ONU y llevado a cabo un ataque unilateral contra Irak y profundizado una guerra que aún desangra a ese país petrolero.
Algo había cambiado para siempre. A Bobby ya no lo miraban como un genio mimado, un producto pujante del brioso capitalismo estadounidense, sino como un veterano psicótico, un potencial peligro para el establishment mundial.
Ahora está en la República de Islandia. Un país miembro de la ONU, que no integra la poderosa Unión Europea, con el 100% de alfabetismo y una elevada calidad de vida, con apenas el 2.8% de desempleo. El 93% de sus 288.000 habitantes son islandeses puros. Un alivio para Bobby: con apenas 4.3% de la población, los estadounidenses son minoría absoluta. Allí, en el tramo final de su vida, Fischer acaso pueda sentirse libre otra vez, si es que alguna vez lo fue.