Duelo nacional y comitiva oficial a los funerales
Expectante, con un comportamiento estrictamente institucional. En estos términos puede describirse el seguimiento que el gobierno, y en particular el presidente, hicieron en las últimas horas del deterioro de la salud del Papa.
No hubo comunicación alguna de Néstor Kirchner con la Nunciatura Apostólica en el país, pero en cambio estuvo al tanto durante todo el día de la situación a partir de la información que recibió, ya desde la noche del jueves, cuando comenzó a agravarse Juan Pablo II, por los canales institucionales: la Cancillería, alimentada informativamente, a su vez, por la embajada argentina ante El Vaticano.
También de carácter rigurosamente institucional iban a ser las decisiones del gobierno si, como todo lo indicaba, se producía la muerte del jefe de la Iglesia Católica. Ninguna fuente en el gobierno, por supuesto, quiso confirmarlo, porque el Papa aún estaba con vida. Pero ya habría estado decidido que el presidente decretaría tres días de duelo nacional y que la comitiva oficial que designó para asistir a los funerales estaría compuesta por aquellos funcionarios que han sostenido hasta hoy la relación con El Vaticano desde el Estado argentino, con la única excepción del secretario general de la Presidencia, Oscar Parrilli, quien iría en representación personal de Kirchner.
"Aunque por tratarse de una personalidad que decide y hace lo que quiere, y cuando quiere, no sería descabellado", al decir de una alta fuente gubernamental, que Kirchner resolviera finalmente asistir a las exequias de Juan Pablo II.
En ese sentido, la fuente recordó la actitud presidencial de enviarle al Papa el 16 de marzo pasado una carta en la que le expresó sus "más vivos deseos" de un pronto restablecimiento de su salud, como también "la cercanía y el afecto del pueblo argentino". También allí Kirchner le transmitió el permanente reconocimiento de Argentina por haber sido "mensajero de la paz", en referencia a las dos visitas que Karol Wojtyla hizo al país, en 1982 (la guerra de Malvinas) y 1987 (la amenaza de conflicto con Chile por el canal de Beagle).
La presencia presidencial serviría para dar un mensaje adicional de distensión en la relación con El Vaticano, afectada desde que el gobierno decidió retirarle el acuerdo al obispo castrense, monseñor Antonio Baseotto, por haber sugerido "tirar al mar" al ministro de Salud, Ginés González García, a raíz de sus pronunciamientos favorables a la distribución de preservativos a los jóvenes y la despenalización del aborto. Aunque en las últimas horas la tirantez pareció distenderse. Una última señal en ese sentido fue la aceptación por El Vaticano de la renuncia que había solicitado el obispo de Resistencia, monseñor Carmelo Giaquinta, quien el domingo pasado acusó veladamente al presidente de "persecución religiosa" contra los católicos. La decisión respecto de Giaquinta formó parte de medidas similares adoptadas por El Vaticano, en el caso de otros varios obispos latinoamericanos que también habían pedido su renuncia por edad.
Por lo pronto, la delegación oficial que viajaría a El Vaticano ya estaba decidida. Además de Parrilli, la integrarían el vicepresidente Daniel Scioli y el secretario de Culto de la Cancillería, Guillermo Oliveri; una comitiva estrictamente institucional, que en el caso de Scioli se agrega a su estrecha relación con El Vaticano (hizo al menos dos visitas al Papa desde que es vicepresidente).
Aunque otras fuentes gubernamentales no descartaban que pudiera haber cambios en la comitiva. El argumento esgrimido era que desde el momento del fallecimiento transcurrirían nueve días, en los que El Vaticano hace las invitaciones para la celebración de la Missa poenitentialis (el funeral) ante delegaciones de Estado de todo el mundo.
Desde su llegada a la Rosada, Kirchner mantuvo con la cúpula eclesiástica una relación de medida distancia que, en varias oportunidades, sufrió cortocircuitos. El caso Baseotto marcó el tiempo de la confrontación plena que ahora el gobierno pretende moderar. El problema de salud del Papa y algunos gestos desde ambas partes, contribuyeron a disminuir la tensión.
El agravamiento del estado de salud del Papa Juan Pablo II sacudió al gobierno cuando intenta superar una honda crisis con El Vaticano, el conflicto de mayor trascendencia política con la Santa Sede desde el inicio de la gestión del presidente Kirchner.
La decisión de desplazar al obispo castrense, monseñor Antonio Baseotto, en medio del velado debate por la política oficial de salud reproductiva, constituyó un hito en la breve relación del poder central con la Iglesia Católica.
El desafortunado llamado del obispo castrense a que el ministro de Salud, Ginés González García, fuera arrojado al mar con una piedra al cuello por promover el reparto de preservativos y el debate sobre el aborto marcó los términos de esa pelea. El presidente interpretó esos dichos -de inevitable paralelismo con uno de los siniestros métodos de desaparición de personas de la última dictadura militar- como una suerte de amenaza a uno de los pilares de su gestión, la defensa de los derechos humanos.
Sin embargo, junto a las informaciones sobre el deterioro de la salud del Papa, el gobierno asumió en la última semana la necesidad de evitar una ampliación del conflicto. "El presidente adoptó una decisión en el marco de su política de gestión. Eso no significa ir contra la Iglesia", evaluaron fuentes de la Cancillería.
En verdad, ambas partes hicieron lo suyo. La anunciada condena del Vaticano a la medida adoptada por Kirchner contra Baseotto -además de separarlo de su cargo, suspendió el pago de 5 mil pesos mensuales que percibía el religioso- no trascendió en los duros términos con que se había especulado.
A su vez, el gobierno buscó en las últimas horas aquietar el debate y evitar la discusión sobre la conveniencia de mantener o no el obispado castrense.
Aunque el caso Baseotto tensó el vínculo, el gobierno tiene una historia propia de fricción con la Iglesia.
La designación de Carlos Custer como embajador en la Santa Sede fue, quizá, el primer presagio a esas dificultades. Se trata de un dirigente con perfil "social", identificado con la CTA y claro opositor de sus antecesores en el cargo que, como Esteban Caselli durante la presidencia de Carlos Menem, se alinearon con el ala más conservadora de la Iglesia.
La propuesta para que Carmen Argibay integre la Corte Suprema de Justicia -la jurista se definió como "atea militante" y se pronunció a favor de la despenalización del aborto- enmarcó el primer foco de conflicto por diciembre de 2003.
Poco después, Kirchner le respondió públicamente al arzobispo de La Plata, monseñor Héctor Aguer, uno de los referentes de la denominada "ala dura" de la Iglesia, quien había advertido que la protesta social se deslizaba hacia la "anarquía". "Algunos están acostumbrados a ver la pobreza por televisión", acusó el mandatario.
En paralelo a esos enfrentamientos, el gobierno también ha realizado gestos conciliatorios en temas sobre los que la Iglesia ejerce una fuerte presión, como los vinculados con la política de salud reproductiva o educación sexual.
La reciente postergación de la aprobación, en la Cámara de Senadores, de un tratado internacional contra la discriminación de la mujer -según sectores de la Iglesia abriría la puerta a la legalización del aborto- fue una muestra de ese ejercicio de poder.
Lo mismo ocurrió, cuando, a mediados de 2004, la Iglesia presionó para que el Estado asumiera la subvención de aumentos salariales a los docentes privados de escuelas católicas. Entonces, el gobierno intentó sin éxito evitar esa responsabilidad.
Agencia CMI