En el baño de cualquier casa normal, uno entra, hace, y tira la cadena, que es una antigüedad impuesta en los tiempos del nono: en realidad se aprieta un botón. Pues bien, en algún momento fatídico uno observa con cierta curiosa aprehensión al principio, y con pánico después, y con resignación más tarde, que allá abajo, en la taza del inodoro (y no me ofrezcan ningún té de nada, estoy bien así, gracias), en el sitio por donde sale el agua, fluye un hilillo del líquido elemento sin que medie acción humana aparente. El hilito de agua en cuestión es incluso simpático y funcional pues en una pishada rápida uno hasta queda eximido de "tirar la cadena" (bueno, sí: apretar el botón, está bien, no sean meticulosos), ya que con su suave discurrir en breve todo queda nuevamente claro, incoloro e inodoro.
Sin embargo, en las apretadas de botón posteriores vamos a percibir, ya alertas, cómo el agua sale a borbotones, casi huyendo de la peste (y no yendo a buscarla, como en realidad sucede) y es que progresivamente el hilo de agua se hace más grande, y nuestro inodoro está incontinente y porfiado como el nono. El paso siguiente: el botón trabado.
No sabemos un corno sobre el funcionamiento externo, interno, secreto, visible, íntimo o extrovertido del aparato que ahora no anda, pero con sólo sopesar la idea de llamar a un plomero por semejante pavada, de imaginar siquiera un rato lo que ese tipo te va a cobrar por cinco minutos de trabajo, de considerar, en fin, que es una tarea demasiado chica para un profesional, se despierta por fin el geniecillo que nunca debió dejar de dormir: ¿y si lo arreglo yo mismo?
Allí, entre la distancia que media entre un arreglo que de verdad requiere plomero, y el que invita a echar siquiera una miradita al neófito, allí mismo radica la matriz del desastre. Después de una observación minuciosa y de arengar al botón para que ande de una buena vez, descubrimos que esa cosa tiene una rosca, la que finalmente (tan inútiles no somos) cede. Estamos ante el complejo arcano del flotador, de la ladina vara vertical, del mecanismo que arteramente une a ambos. Ese pestillo plástico ahora despanzurrado, colgando como ahorcado, invita a meter la mano. Es el comienzo del fin. Ya estamos empapados, mientras el agua corre abajo y arriba. Hay un segundo de duda, la posibilidad sensata de llamar finalmente a alguien que sepa, así te fajen cincuenta mangos; pero no, el macho argentino atraviesa todas las capas, aflora y dice entonado yo puedo carajo y termina de desarmar todo.
Así se llega por lo general a un diagnóstico: que el flotador está pinchado, que el alambre de la vara está oxidado y cede, que la goma que hay allá abajo (magia: allá abajo hay una goma; toda una vida ignorando la existencia de una goma allá abajo, en el profundo depósito del inodoro) está podrida...
Uno empieza por sacar provisoriamente para siempre la tapa del depósito y así ya adoptamos (y proponemos para nuestras visitas, que no se van a estar haciendo los delicados) la prosaica solución de tirar del gancho de alambre para que salga el agua. Pasan los días, incluso los meses. Sigue perdiendo abajo, gotea continuamente arriba, pero no vamos a llamar por eso al plomero; no al menos hasta juntar dos o tres pérdidas más o menos similares (que fatalmente se presentan, testimoniando eso de que cuando uno anda en la mala, pisa y se resbala) en las canillas cercanas.
Hay incluso de por medio una cuestión de hombría maltratada, un orgullo ridículo de burlado hombre de la casa y todas esas cretinadas.
Tocados, hemos luego descubierto con brillante inspiración, que un palillo colocado en la base del flotador pinchado logra trabar el mecanismo y luego sólo hay que recordar poner y sacar el palillo e instruir igualmente a las visitas.
Es difícil estar dentro de un baño desconocido y encontrar estos desafíos, sobre todo ante el hecho consumado, pero el ingenio del hombre, azuzado por un toque de desesperación, todo lo puede. Y aquí estamos ahora. Decididos a no dar el brazo a torcer, cosa difícil si uno tiene el brazo en cuestión metido hasta el sobaco -ya nos fuimos al carajo, qué vamos a hablar de axila a esta altura de la nota- en el fondo del depósito buscando volver a colocar en su sitio a la vara que invariablemente desvaría. Finalmente, atrapados, en un gesto de derrotada arrogancia, gritamos desde el baño con falso tono sapiente: íllamá al plomero, que esto no tiene arreglo!
Texto: Néstor [email protected]: Luis [email protected]