A menudo nuestra política provoca la sensación de ser un conglomerado de sombras desprovistas de vida propia que las proyecte. Se supone que vivimos en una democracia, pero admitimos con tanta frecuencia su desprestigio que, con seguridad, se debe no sólo a la corrupción, sino, en gran parte, a la renuencia de los hombres que la ejercen, a salir de los límites de una burocracia mental anquilosada, que les impide vislumbrar aquello a que los grandes patriotas (¿tendrá vigencia este vocablo?) aspiraban. Partiendo de una concepción total del hombre, ¿cabe esperar que algún día se pondrá en funcionamiento la idea de una igualdad de derechos? Es lugar harto común señalar que dicha aspiración no existe y que la Constitución (no hablemos ya del Himno) contiene bellísimos principios nominales, contradictorios en relación con la dura realidad actual.
Así pues, suena inservible y chirle la locuacidad de ciertos políticos que ejercen sobre el estado actual del mundo y que alguien llamó "cerdos mentirosos". Sin oponer resistencia alguna a errores e injusticias consagradas, no llegan más allá de aplicarles una mano de pintura, facilitando así la permanencia de "principios" decadentes. En nuestro país, pocos oficios humanos hemos hallado más obstinados y redundantes que la política.
Podemos oír las objeciones "realistas": los "idealismos" carecen de fuerza y operatividad. Desde luego, si los ideales que apuntan hacia una mejor humanidad no se transforman en acciones concretas; si las visiones profundas del pensamiento no cristalizan en las conciencias, despejando telarañas y demoliendo muros de piedras milenarias, las esperanzas naufragan en la zona inerte donde van a parar los impulsos meramente teóricos. En políticos mediocres, suscitan perplejidad y envidia aquellos otros políticos que se distinguen por su capacidad creativa. Los primeros, aspirantes a sinecuras, se debaten entre cenizas y mendrugos. Pobres tipos.
Para qué hablar del insolente cinismo de quienes se suponen representantes de países ultrademocráticos. Allí tenemos el epicentro del "mundo libre", con el señor Bush al timón. No vamos a repetir lo que todo el mundo sabe. Sin embargo, su política internacional contiene graves y deprimentes semejanzas, con lo que declara Hitler en su Mein Kampf en relación con Alemania. El Estado-racista es pariente cercano del Destino Manifiesto (dejemos de lado por el momento la morbosa tarea de apostar a cuál de los dos países corresponde el mérito de haber asesinado a más seres humanos). Coincidimos con las dudas que Pierre Manent resume en una sola frase: ¿en qué medida son representativos del pueblo los representantes del pueblo?
Todo nos parece tan "natural". En este país desdichado la costumbre torna "naturales" aspectos que nos deberían enfermar. No sabemos ya dónde estamos: tradúzcase como desconfianza creciente de la clase marginada, pero atenta hacia principios constitucionales convertidos en ilusión. Sujetos que después de haber dejado sólo los huesos pelados del país, después de haber traicionado la fe (más o menos vaga) de un gran sector de argentinos, intentan un retorno, pretendiendo reinstalarse en un sitio al que dejaron en la incertidumbre y descomposición, fundamentan las contradicciones de una democracia chapucera, implantando la corrupción como "elemento inevitable" de la política.
¿Víctimas?: los económicamente marginados, a quienes suele considerarse sin capacidad de discernimiento, error que conduce a una peligrosa discriminación que, tarde o temprano, puede desembocar en un violento caos. La caridad del Estado las convierte, justamente en lo que son, pues la caridad, por más buena fe con que se aplique, confirma las diferencias.
¿Por qué las abismales diferencias económicas y sociales florecidas (valga) en una democracia? Un punto de inevitable referencia, a fin de investigar las bacterias letales que carcomen sus cimientos. Si se pregona tanto el eslogan de "crisis moral", entramos todos en el mismo saco. Uno es tentado a revalidar viejas palabras irónicas de Cioran, en el sentido de que los pobres, a fuerza de pensar sin descanso en el dinero, terminan por perder las ventajas espirituales de la no-posesión y por descender tan bajo como los ricos. Palabras que, pese al ateísmo del autor, parecen inspiradas en Jesús y en la Biblia.