Frei Betto (*)
Benditos los que tienen hambre de sí y se sumergen hasta lo más hondo de su ser y arrancan los restos desabridos de su paladar mediocre, estragado por las migajas caídas de la mesa de Narciso.
Benditos los insatisfechos por el apetito de beber del propio pozo y de devorar las grasas impregnadas en los recovecos de la propia alma.
Benditas las mujeres hambrientas de amor, hechas de hilos de encaje con que tejen la vida por medio de la magia de los pequeños gestos cotidianos: la cocina limpia, las alubias en su punto, la cama hecha y la maceta en la ventana regada con ternura. Lilas transportan la luna como una lámpara que, mes a mes, atrae sus cuerpos hacia mares rojos preñados de vida.
Bendita el hambre itinerante de los hombres ávidos de saber, que hurgan en los misterios de este breve existir y cuyas manos convierten el árbol en mesa, el trigo en pan y la leche en manteca. Generosos, no necesitan exhibir espadas para demostrar que son guerreros. Su acogedora sombra es como un nido de seguridad para su familia.
Benditos los que veneran al sol, a la flor, al agua y a la tierra y, confiteros de primaveras espirituales, tienen un corazón que late al ritmo de las estaciones. Ellos saben llenar sus vasos con la lluvia y cocer el pan al calor de la amistad.
Benditos cuantos se hermanan en el canto telúrico de Francisco y bailan al ritmo alucinado de los girasoles de Van Gogh, impregnados de la sabiduría budista que no se ata a la nostalgia del pasado ni se despeña en la ansiedad del futuro. Ellos saborean el presente como don precioso.
Benditas sean la mañana, que reanuda la vida tras el sueño, y la edad, que cincela arrugadas de historias. Benditos sean cuantos, saturados de años, no tienen miedo a la invitación irrecusable a las bodas de sangre que, al final, habrán de saciar nuestra hambre de belleza.
Benditos los bienaventurados en el ansia de ver repartido el pan de la vida, que no llenan su bolso de semillas de podredumbre. Se sientan a la mesa con espíritu solidario y tienen derecho a embriagarse del vino que, transustanciado, inunda el corazón de buenos augurios.
Benditas las manos que traducen sentimientos, siembran caricias y amansan el hambre de afecto. Y los ojos repletos de luces y las palabras florecidas de besos. Y el insaciable apetito de silencio, leve como el vuelo de un pájaro.
Benditas sean las gentes con gula de Dios, benditos los volcanes activos en las entrañas, el arco iris de la pluralidad de ideas, la cofradía de las buenas acciones, los libros que nos leen, los poemas cuyo eco resuena en lo hondo del alma, la calle desierta al amanecer, el tranvía invisible, la vida sin miedos.
Bendita sea la ira contra los pinceles que rompen las telas; bendita la injuria de los ballets con música de virtudes; y la pereza de las campanas de las iglesias; la avaricia de quien se preserva de los vicios y bendita sea la parsimonia para cuidar las plantas, las complicidades y la gente.
Benditas las hambres de trascendencia, las prefiguraciones de lo eterno, de jovialidad del espíritu, de la tarta cortada en pedazos con mimo materno, de los vértigos místicos, de estrellas aceleradas por la rotación de tantos sueños renovados.
Benditos los machetes conscientes de que sus mangos están hechos de madera y las jaulas abiertas a la libertad; las agujas que tejen el reverso de la insolidaridad y los cuchillos de puntas redondeadas; la música de emociones indelebles y los espejos que reflejan los más suculentos regalos de la existencia.
Benditas las hambres insaciables: de saber y de sabor, de impudor en el amor, de Dios bajo todos los nombres imaginables.
Hambre de paz, saciada plenamente por la justicia -la más bendita de las hambres- y capaz de erradicar el hambre maldita.
(*) Fray dominico. Escritor y responsable de la Campaña "Hambre Cero" de Brasil.