Editorial

El flagelo de la pobreza infantil

Las recientes mediciones del Indec señalan que en nuestra ciudad alrededor del 67 por ciento de los niños menores de catorce años viven en la pobreza. Se estima que en Santa Fe el número de menores alcanza una cifra de alrededor de 110.000, por lo que unos 70.000 se hallan en estas condiciones. Lo notable es que la cantidad de chicos pobres ha crecido con relación al último semestre, de lo que se deduce que en materia de política social en lugar de avanzar se ha retrocedido.

Desde una perspectiva más empírica, podría decirse que estas encuestas no hacen otra cosa que ratificar lo que el ciudadano percibe en la calle. En efecto, la presencia de niños mendigos es cada vez más evidente. En los locales comerciales, en las puertas de la administración pública como en las paradas de los semáforos, el paisaje desolador de niños pidiendo limosnas o ejerciendo tareas que no alcanzan a maquillar el fondo de la cuestión, se ha desarrollado a pesar de las declamadas políticas sociales o, como le gustaría señalar a algunos economistas, gracias a políticas sociales inservibles y clientelares que no hacen más que cristalizar en la pobreza y la dependencia a los marginales.

En el orden nacional, recientes informaciones señalan que 1.500.000 menores trabajan y en su gran mayoría lo hacen en condiciones ilegales o bordeando la mendicidad. Se sabe que la miseria y la ausencia de horizontes lanzan a estos niños a la calle y que en ese camino se sacrifica la escuela, la capacitación y una adecuada socialización, es decir, el futuro.

El balance desolador se agrava cuando se recuerda que ya a principios del siglo XX los legisladores estaban preocupados por el tema de los menores reducidos a la mendicidad o al servilismo. Entonces, se entendía que en la defensa de los niños no sólo estaban en juego cuestiones humanitarias, sino el futuro mismo de una nación.

Desentenderse de la miseria que agobia a los menores es desentenderse de valores básicos de una sociedad civilizada. El escritor Ernesto Sábato decía que los niños son inocentes absolutos, es decir que a ellos no se los puede responsabilizar por su pobreza, y no es justo, por lo tanto, condenarlos para siempre a la miseria material y moral.

El destino de un país queda sometido a un gran signo de interrogación cuando su clase dirigente se desinteresa de los menores o tolera que una inmensa mayoría quede brutalmente excluida. Hasta por razones funcionales se hace muy difícil imaginar el futuro de un sistema con cientos de miles de marginales en un mundo cada vez más competitivo y exigente.

Para justificar estas realidades los gobiernos señalan que la pobreza es un mal que viene de larga data y que no se puede resolver de la noche a la mañana. El argumento es válido sólo de manera relativa, ya que la tarea de los gobiernos es atacar este flagelo y no resignarse a convivir con él. Por otra parte, el tema se agrava cuando las cifras señalan que la pobreza infantil en lugar de disminuir, crece.