Anotaciones al margen
Elogio de los dones
Por Estanislao Giménez Corte
"¿De qué divinidad indescifrable somos los hombres un espejo roto? (J.L. Borges) (*)

I

Así fue como una voz o un eco o el rebote del viento en la materia, en el principio del principio, cuando la nada era y el ser no era, surgió con la potencia del que es uno e indiviso desde el fondo del tiempo y dijo, como en una sentencia: "Toma, te han sido dadas unas pocas cosas: un cuerpo menos hábil y fuerte que el de los animales, dientes y uñas con los que podrás cortar y morder, brazos que usarás como garrotes o garras prensiles, piernas con las que huir o trepar, sentidos para disfrutar u horrorizarte de esto que he hecho o de tu propio rostro en las aguas. Eso te ha sido dado. Pero, más importa aún, te doy sensibilidad, te doy inteligencia. Tu misión es dominar; tu misión es reproducirte", dijo la voz que tenía el vigor del que es omnisciente y eterno y que, por siglos, calló para dejar hacer y ser a lo que no era.

II

Fue así que alguien soñó o imaginó o pensó o sintió que había regresado la voz, cuando el hombre dominaba y se había reproducido y añoraba el eco que bajaba como un abrazo y se sentía huérfano en medio de los bienes obtenidos y sus prójimos. Unos dijeron a otros y éstos a otros, como mensajeros que repiten un rumor incomprobable, que algunos dijeron que la voz dijo: "Toma, tienes 26 signos únicos que duermen en un alfabeto, en una memoria que apenas los utiliza con el desdén de quien camina o respira. Allí están: esperan la mano que los encienda, la pluma que los sacuda, la voz diáfana que los limpie, el genio que los combine y haga con ellos canto y construcción del mundo, porque el mundo comienza en la pronunciación de su nombre", dijeron que dijo la voz. "Toma -insistieron- tienes también siete notas, tres colores, nueve números, cinco sentidos. Con ellos podrás acercarte a las profundidades del averno y a las huestes celestiales. Tu misión es crear, con estas pocas arcillas; tu misión es crear, para hacer el mundo". Y se acallaron las voces y las murmuraciones cesaron.

III

No dijo la voz, acaso porque quería que el hombre lo supiese todo por sus propios medios, acaso porque no sabía que sólo unos pocos llegarían a tamaña conclusión, que todo está allí, dado, dispuesto a desafiar nuestra miopía, al alcance como la manzana y el edén: la maravilla de la letra y la palabra y la violación del lenguaje y la estupidez del verbo y la melodía y el silencio que la organiza o anula y la paleta interminable que pigmenta la naturaleza. Nadie dijo, tampoco, que para hacer honor al propio amor propio y para ser meritorio de los dones dados por aquél -y para justificar nuestra existencia-, precisamos atender ese arrebato de generosidad y agradecer la ofrenda, pero también hallar el camino de la arcadia, mirar desde hombros de gigantes, oír el canto del ruiseñor, hospedar a la musa, observar la mano que moldea el barro, celebrar la prepotencia de trabajo.

IV

No dijo la voz, finalmente, que la delicadeza de oído o la destreza para tocar la forma de la letra no se enseñan y no se aprenden y que tal vez el añejo resabio en el éter de la voz permanece sólo para dar aliento a unos pocos (que saben escuchar) y que en las partículas infinitesimales de lo que queda de ese sonido se percibe, en un susurro ínfimo, el último mandato tácito que late. Esos exégetas bastardos aseguran haber escuchado: "Tu misión es hacer música con la palabra y darle color al sonido y describir con palabras lo que te rodea y lo que hay dentro tuyo". Dios calla porque espera -dicen- la obra que nos haga dignos.

(*) "Beppo", en "La Cifra" (1981) [email protected]