El 25 de Mayo, desde Santiago del Estero, el presidente Kirchner convocó a la unión nacional. Su llamado "a la unidad de todos los sectores" parecía sugerir un giro significativo del "estilo K" de confrontación permanente con aquellos a quienes el presidente ha visualizado como sus enemigos. Simultáneamente, sin embargo, Kirchner emitió señales contrarias a su discurso conciliador.
Al mudarse a Santiago del Estero para honrar la gesta patria, por lo pronto, el presidente quebró la tradición nacida en 1810 de conmemorar el 25 de Mayo con un tedeum en la Catedral Metropolitana. Los observadores interpretaron esta mudanza como una manera de eludir la homilía del cardenal Bergoglio, quitándole protagonismo, en medio del conflicto del Gobierno con la Iglesia a propósito de la remoción hasta ahora fallida del obispo castrense, monseñor Baseotto. Con su gesto, Kirchner prolongó de este modo la tensión que ya se había hecho evidente cuando desistió de asistir a los funerales del papa Juan Pablo II.
Por otra parte, Kirchner también renunció a asistir a la celebración del Día del Ejército, que nació con la patria el 29 de mayo de 1810, pese a que las autoridades militares habían previsto correrla un día para asegurar la asistencia presidencial.
Finalmente, el presidente embistió contra la alianza de Macri con López Murphy, recién formada, al acusar a ambos de complicidad con las dos "décadas malditas" de los años noventa y setenta a las que el Gobierno ha demonizado constantemente.
En la prolongación del conflicto con la Iglesia, en la nueva desconsideración hacia las Fuerzas Armadas, en la descalificación moral de sus opositores, ¿cumple el presidente con la consigna de la unidad nacional que él mismo lanzó desde Santiago del Estero?
¿La cumple, además, cuando no interpreta los comicios del 23 de octubre como una mera elección intermedia, destinada sólo a renovar mandatos legislativos, sino como un plebiscito en el cual los argentinos deberán pronunciarse por él o contra él?
Una percepción de este contraste entre los dichos y los hechos llevaría a sostener que el presidente está emitiendo un "doble mensaje". Pero también puede ocurrir que el presidente crea sinceramente dos cosas: que hay que lograr la unión nacional y que la única manera de lograrla sería que los ciudadanos voten masivamente por él. Esta segunda interpretación es más grave que la del "doble mensaje" porque no nos pone delante de una ingeniosa táctica electoral, sino ante una concepción hegemónica de la unidad nacional.
Se podría suponer que esta concepción hegemónica de la unidad nacional es original del presidente. Lamentablemente, no lo es. El hecho es que casi siempre, a lo largo de la historia argentina, los gobiernos han creído ser los protagonistas exclusivos de la unidad nacional.
¿No pensaba de esta manera Juan Manuel de Rosas cuando perseguía a los unitarios? ¿No pensaban simétricamente a la inversa los unitarios, cuando batallaban contra él?
El espíritu de facción, que irrumpe cada vez que una parte se cree el todo, dominó tanto a los gobernantes como a los opositores en el curso de nuestra historia. Hubo, es verdad, un "intervalo lúcido" cuando el Acuerdo de San Nicolás de 1852 y la Constitución de 1853 abrieron el camino a una reconciliación nacional sin protagonistas excluyentes, que, si bien tardó en concretarse por las luchas entre Buenos Aires y la Confederación, resplandeció con el advenimiento de la generación del ochenta, dándole al país su único período de largo crecimiento económico, hasta el golpe de Estado de 1930.
Pero la aspiración hegemónica de gobernantes y opositores ya había vuelto a nosotros cuando la primera presidencia de Roca, de 1880 a 1886, dejó su lugar a la segunda presidencia, de 1898 a 1904, en cuyo transcurso, en tanto la amplia unidad de 1880 se deformaba en el gobierno parcial de los conservadores, surgió contra ellos el radicalismo de Hipólito Irigoyen, quien arrasó desde el poder, en 1916, con las provincias de los conservadores, los que volverían al poder en 1930 generando la primera de nuestras "décadas malditas" (según los radicales) y desembocando después, de 1943 a 1973, en el odio entre peronistas y antiperonistas.
En 1973, el viejo caudillo transformado en sabio promovió la reconciliación con Balbín, el representante final del antiperonismo. Pero se trató sólo de otro "intervalo lúcido", esta vez breve, que sería sucedido por la subversión, la "guerra sucia" y la dictadura militar de los años setenta.
Al volver la democracia en 1983, Alfonsín fracasó, en tanto que Menem duró más de diez años en el poder desde 1989, pero, haciéndose reelegir en 1995, también pretendió la apropiación personal de la unidad nacional que ahora intenta Kirchner, dando lugar a otra "década maldita" (según el kirchnerismo). Al final de esta historia de monopolios frustrados, De la Rúa caería en medio de los saqueos hasta que, después de Duhalde, la Argentina se encuentra de nuevo frente a una concepción hegemónica de la unidad nacional.
Por eso Kirchner, al pretender que el país lo vote en un plebiscito al que no fundamentan las instituciones, lejos de ser original no hace más que prolongar ese espíritu de facción que, salvo etapas excepcionales de auténtica reconciliación nacional, ha marcado a fuego los desencuentros argentinos.
Que hayamos errado el camino de la unidad nacional tantas veces y desde tan distintos ángulos no anula el hecho de que la necesitamos desesperadamente. Desde las democracias avanzadas hasta éxitos recientes como los de España y Chile, muestran sin excepciones que sólo una auténtica unidad nacional puede abrir las puertas del desarrollo económico y social. Hizo bien entonces Kirchner al proclamarla desde Santiago del Estero. El problema es que, como muchos de sus antecesores, hasta ahora no la entendió.
Porque la unidad nacional nunca se ha logrado ni podría lograrse desde un poder hegemónico. Al contrario, ella implica que todos los sectores, incluido el que detenta el poder, renuncian al monopolio para sentarse a la mesa de una conciliación nacional sin réprobos ni elegidos, en torno de la cual todos los interlocutores se sienten pares.
En su carácter de "pares", las diversas partes políticas de la Nación diseñan entonces aquellos principios superiores a sus metas particulares que todas ellas se comprometen a respetar ya estén en el gobierno o en la oposición. Así obraron los firmantes del Acuerdo de San Nicolás. Así pensaron, en su fugaz intervalo, Perón y Balbín. Porque la unidad nacional, de la que todos participan, no tiene dueños. Bajo su benéfica sombra se suceden después los más diversos gobernantes para repetir, uno después de otro, el milagro de la continuidad. Así se cimentó la España de los Pactos de la Moncloa. Así lo está logrando Chile. Así estaríamos procediendo nosotros si el presidente, bajándose del pedestal, decidiera sentarse a la mesa común de un patriotismo ya no kirchnerista ni antikirchnerista sino, simplemente, argentino. Este es nuestro duro desafío. La senda que conduce a la verdadera unidad nacional es tan estrecha como alta es la cima que espera a quienes se animen a recorrerla.
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