Es hora de repensar la educación
En una reciente entrevista, el ministro de Educación de Francia, Luc Ferry, se refirió a la crisis educativa y a sus consecuencias sobre la sociedad. Sus opiniones son las de un intelectual de nota y funcionario de un país desarrollado, pero adquieren importancia porque algunos de los problemas que plantea también nos desvelan a los argentinos.
Básicamente, lo que señala Ferry es que la educación es un proceso que reclama de un educador y un educando, de un principio de autoridad que debe ser flexible y adecuado a los nuevos tiempos, pero al que no puede renunciar sin graves consecuencias.
No se trata de retornar al principio de que la letra con sangre entra, pero lo que la realidad ha demostrado es que la idea de concebir a la educación como un juego reñido con la exigencia y la responsabilidad ha fracasado. Y el fracaso está provocando serias consecuencias en los niños, en los jóvenes y en los propios maestros y profesores.
La educación ha sido históricamente un esfuerzo por sacar al hombre del estadio primitivo y de las pulsiones instintivas. Se propone capacitar, pero esa capacitación incluye integración a las reglas del juego de una sociedad, integración que sólo puede realizarse desarrollando un espíritu independiente y una inteligencia crítica.
El error de considerar al niño como una naturaleza perfecta a la que la educación arruina porque lo aliena o lo degrada se ha exhibido con abundantes hipótesis y ejemplos desde Rousseau a la fecha. La experiencia de las sociedades de masas enseña que la ausencia de una educación que equilibre las expectativas de orden y cambio en el contexto de valores socializados somete a los educandos a la tiranía de la sociedad de consumo.
Una educación planteada en términos supuestamente modernos no libera ni enriquece, sino que somete y aliena. Renunciar al rol orientador del maestro deteriora su autoridad en nombre de una supuesta sabiduría elemental y primaria. Significa no sólo renunciar al proceso creativo de la educación, sino a la tarea que le compete al maestro como tal, ya que, si sólo se trata de animar, entretener o algo parecido, con una pantalla de televisión o con un profesional en la animación de fiestas infantiles alcanzaría.
Es verdad que en nombre de la autoridad se han cometido muchos excesos y que estos excesos han debido corregirse. Los castigos corporales, la represión a la creatividad en nombre de un orden artificial e hipócrita han dado lugar a una saludable respuesta a favor del respeto al educando y de la búsqueda de otros canales de estimulación. No obstante, hoy da la impresión de que la balanza se ha desequilibrado para el otro lado y, por lo tanto, se impone recuperar ese punto de equilibrio que permite conjugar la libertad con el orden, la defensa de la individualidad con la integración social, la espontaneidad con la reflexión, la rebeldía con el respeto, el premio con el castigo.
Como diría un conocido pedagogo, educar es abrir perspectivas, y esa tarea se desarrolla de la mano del maestro y no hay magisterio ni hay discípulo sin autoridad, una autoridad racional, abierta, respetuosa de la persona, pero autoridad al fin.