A los críticos del viejo arte moderno los ha camelado y engañado la propia "modernidad". Efectivamente, nada ha envejecido jamás más aprisa y de peor manera que lo que en un momento dado calificaron de "moderno".
Un día, cuando tenía veintiún años, fui a comer a casa de mi amigo Roussy de Sales en compañía del arquitecto masoquista y protestante Le Corbusier, que, como todo el mundo sabe, es el inventor de la arquitectura de autopunición. Le Corbusier me preguntó si tenía ideas sobre el futuro de la arquitectura. Y sí, las tenía. Por otra parte, yo tengo ideas para todo. Le contesté que la arquitectura sería "blanda y peluda" y afirmé categóricamente que el último gran genio de la arquitectura se llamaba Gaudí, cuyo nombre, en catalán, significa "gozar", así como Dalí quiere decir "desear". Le expliqué que el goce y el deseo son propios del catolicismo y del gótico mediterráneo, reinventados y llevados al paroxismo por Gaudí. Mientras me escuchaba, Le Corbusier parecía tragar sapos y culebras.>
Escultura de todo lo extracultural: el agua, el humo, las irisaciones de la pretuberculosis y de la polución nocturna, la mujer-flor-piel-peyote-joya-nube-llama-mariposa-espejo. Gaudí construyó una casa a partir de las formas del mar, "representando las olas en un día de tempestad". Otra está hecha con las aguas tranquilas de un lago. No se trata de decepcionantes metáforas, de cuentos de hadas, etc.: estas casas existen (Paseo de Gracia, en Barcelona). Se trata de edificios reales, verdadera escultura de los reflejos de las nubes crepusculares en el agua, hecha posible gracias al recurso de un inmenso e insensato mosaico multicolor y rutilante, con irisaciones puntillistas, del que emergen formas de agua desparramada, formas de agua desparramándose, formas de agua estancada, formas de agua reverberante, formas de agua mecidas por el viento; todas esas formas de agua construidas en una sucesión asimétrica y dinámico-instantánea de relieves rotos, sincopados, enlazados, fundidos por los nenúfares y los lirios "naturalistas-estilizados", concretándose en excéntricas convergencias impuras y aniquiladoras a través de densas protuberancias de miedo, asomando de la fachada increíble, contorsionadas a la vez por todo el sufrimiento demencial y por toda la calma latente e infinitamente dulce que sólo puede compararse a la de los horripilantes forúnculos apoteósicos y maduros, listos para ser comidos con la cuchara -con la sanguinolenta, sebosa y blanda cuchara de carne podrida que se acerca.
Se trató, pues, de construir un edificio habitable (y además, en mi opinión, comestible) con los reflejos de las nubes crepusculares sobre las aguas de un lago, y que además tuviera el máximo rigor naturalista y de trampantojo. Yo grito que eso es un progreso gigantesco frente a la simple inmersión rimbaldiana del salón en el fondo de un lago.>
Hoy, veinte años después de este artículo aparecido en Minotaure, he ganado la batalla Gaudí, puesto que mis amigos Alfred Barr, director del Museo de Arte Moderno de Nueva York, y Sweeney, del Museo de Arte No Objetivo, han reconocido su genio al escribir sobre él un libro de los más importantes. Y la admiración que por Gaudí siente el mismo Le Corbusier, éste la ha transferido a su propia arquitectura, lo que dice mucho en su favor.
Pero es más fácil acercarse al genio de Gaudí que al de Rafael, pues el primero es un genio rodeado por el trueno de los cataclismos, y el segundo un genio que flota en el silencio celeste. Ahora, en cambio, hay que ganar la batalla Rafael, la más decisiva y más dura de todas. énicamente en la justa apreciación de Rafael reconoceremos a los verdaderos espíritus superiores de nuestra época, ya que Rafael es el más antiacadémico, el más tiernamente vivo y el más futurista de todos los arquetipos estéticos de todos los tiempos.>
Quiero pedir a mis amigos Le Corbusier, Barr y Sweeney, y sobre todo a Malraux, que se detengan un momento a considerar cómo ha envejecido física y moralmente alguno de esos papeles encolados, amarillos, anecdóticos, literarios y sentimentales de la época cubista. íQue lo comparen con el pequeño San Jorge de Rafael, que conserva la frescura de una rosa! Pero desconfío del resultado, íporque a esos cuatro sigue atrayéndoles demasiado el cataclismo!>
En fin, engañados pero contentos, como es su costumbre, los críticos ditirámbicos, en lugar de encontrarse en posición de la nobilísima cesta de manzanas intactas y divinas -símbolo de una nueva edad de oro cézanniana-, se quedaron sencillamente solos con un cesto lleno de su propia mierda.
(De "Los cornudos del viejo arte moderno". Op. cit.)Por Salvador Dalí