Entrevista a Claudio Zeiger
Inventar recuerdos para creerlos verdaderos
Entrevista a Claudio Zeiger
Inventar recuerdos para creerlos verdaderos
Por Augusto Munaro
Claudio Zeiger (Buenos Aires, 1964) ha sabido desarrollar en sus novelas (“Nombre de Guerra”, “Tres deseos” y “Adiós a la calle” son la prueba) un estilo personal y una mirada que ahonda, sin estridencias, en la psicología de sus personajes, individuos de carne y hueso que viven en la delgada frontera entre la inocencia y la culpabilidad. En “Redacciones perdidas” (Emecé), su último libro, Zeiger narra las vicisitudes de sus protagonistas a lo largo de seis décadas; desde los años del primer peronismo hasta la actualidad. Zeiger, que es también periodista, halló otro modo de novelar, prescindiendo de las maniobras convencionales de la ficción literaria.
—¿Su profesión de periodista lo condiciona a la hora de escribir ficción?
—Nunca sentí que el periodismo me condicionara en la literatura. Probablemente porque empecé a escribir antes de ser periodista y porque, por azar o circunstancias, mi forma de hacer periodismo siempre estuvo cerca de la literatura. Con el tiempo, hacer periodismo literario sería prácticamente una especialización. Hoy no sólo me dedico a editar un suplemento de libros en una redacción (lo que me hace sentir entre Mallea y Arlt, no vayas a creer) sino que fui recortando otras formas de hacer periodismo.
—El factor temporal en este libro, es mucho más amplio que en sus novelas anteriores. ¿Necesitó expandir el lapso de tiempo para enriquecer la verosimilitud de sus personajes?
—Yo siempre creí que lo importante es que el personaje, o los personajes, tengan coherencia interna, que estén dotados de cuerpo, alma, mente, emocionalidad coherentes, no que sean verosímiles, sobre todo si se entiende que lo verosímil es lo normal. Aquí lo decisivo era dotar a Emilia Gauna de un pasado y que ese pasado estuviera plagado de enigmas. Lo importante era darle una dimensión, una hondura al secreto, dotar de ambigüedad las decisiones.
—Al leer los capítulos relacionados a esos años del primer peronismo hay una recreación certera de ambientes y personajes de entonces.
—Hay una fascinación por la época que tiene que ver, entre otras cosas, con creer que el presente siempre es más inconsistente que el pasado, lo cual no implica que todo tiempo pasado fue mejor, sin dudas. También tiene su peso un interés, una curiosidad por ese tiempo en que nuestros padres, nuestros mayores, fueron jóvenes. Hay algo psíquico ahí ¿no? Y después hay ciertas lecturas especialmente influyentes que me orientaron como para querer tener una inmersión propia en los años 50.
—¿Es ocioso relacionar la figura de Emilia Gauna con Marta Lynch, Beatriz Guido y en especial Silvina Bullrich?
—No es para nada ocioso porque efectivamente el personaje se trama en las figuras de esas mujeres escritoras fuertes, controvertidas, enérgicas y malvadas. Mi idea era que el lector, si maneja esas referencias, las evocara, no más que eso. No es una o la otra específicamente sino una forma de ser “mujer argentina” en periodos de modernización más o menos frustrada. También podría ampliarse el abanico a Norah Lange, y aunque se vaya un poco para arriba, hasta Victoria Ocampo.
—Los protagonistas militan en la Liga Obrera Revolucionaria. ¿La política es un factor determinante en sus vidas? ¿Lo fue también para el ritmo narrativo del libro?
-Bueno, son unos chicos que quieren hacer algo contra la dictadura. Ese es el clima de la novela, de la segunda parte de la novela. Es necesario hacer algo. Y además la militancia clandestina formó parte de mi experiencia personal como un adolescente bajo la dictadura, en el colegio secundario y en la universidad poco después. Por eso Pablo y Javier toman la vida y la militancia con tanta seriedad. Uno se convierte en un sectario y el otro cree que no importa tanto dónde se hace política, lo importante es pelear, hacer algo. Son formas de empezar a entender el mundo, posturas, actitudes que van decantando con el tiempo.
—En uno de los pasajes del libro el narrador dice: “Inventar recuerdos es algo muy parecido a recordar creyéndolos verdaderos”. ¿La literatura es la herramienta imprescindible para materializar esa idea?
—Sí, indudablemente la literatura trabaja con el pasado en forma privilegiada. Aquí confluyen tantas cuestiones: la verdad de la ficción, la fidelidad a la historia, el sentido mismo de la ficción frente a las formas autobiográficas. En fin, en estos casos es mejor ponerse a escribir sin tanta vuelta, mezclando los diversos estatutos de ficción, realidad, memoria, etcétera, ya que lo que salga tendrá su validez.
—¿Sería legítimo encuadrar a “Redacciones perdidas” en el marco de las novelas de aprendizaje?
—Sí, absolutamente. En casi todas las historias de la novela hay instancias de aprendizaje, de iniciación a la vida, a un mundo desconocido previamente. Me interesaba rastrear ese momento inolvidable e irrepetible en el que uno es un novato. Y se empieza a meter en ambientes extraños, excéntricos, a conocer a otra gente. Ese momento en que la rueda gira, la vida cambia. Eso en definitiva es lo que nos constituye como seres humanos, y a los personajes como tales.
—La homosexualidad es uno de los temas recurrentes de su obra. Sin hacer una literatura queer logra encontrar en ella otra mirada sobre una realidad un tanto marginada de la literatura nacional...
—Bueno, la pregunta es más bien una definición que me exime de agregar mucho más. Sí señalar que así como Emilia Gauna remite a las escritoras de las que hablamos, el personaje de Ernesto Vila remite a la figura de Oscar Hermes Villordo, con su crónica de la homosexualidad de los años cincuenta y su módico éxito en la apertura democrática, hoy nuevamente relegado de las siempre pulcras letras nativas, que paradójicamente se fascinan por lo queer pero cuando la homosexualidad real se encarna en personas reales, siempre la terminan encasillando, o desclasificando. En fin, todavía se escuchan esas frases como “no hay una literatura gay o no gay, sólo hay buena o mala literatura”; o se encasilla o se disuelven los posibles efectos políticos de la sexualidad en los textos. Me parece que todavía, como bien señalabas, la cuestión homosexual está relegada en nuestra literatura. Se la suele aceptar como marginal pero hay resistencia a pensar que un texto que reflexiona sobre la homosexualidad pueda llegar a ocupar un lugar de centralidad.
“La máquina de escribir de J.A.M.” (1929), de Tina Modotti.
Claudio Zeiger.
Foto: Malena Blanco.