Mi casa, II
Dr. Alberto Niel
Mis múltiples actividades e inquietudes me vincularon con mucha gente de toda laya, en la que abundaban los artistas. Dibujantes, pintores, cantores, bailarines, escritores y periodistas frecuentaban nuestra casa, pasando con ellos momentos inolvidables, de grato recuerdo. Mientras se charlaba, recitaba, cantaba o escuchaba en amable rueda alrededor del café o del mate a gusto del consumidor (amargo o dulce), con o sin agregados aromáticos o frío como tereré) o algún jugo de frutas o bebidas espirituosas de alto y de bajo octanaje que siempre abundaban en las vitrinas del living como muestras de agradecimiento de mis pacientes, porque nadie tomaba bebidas alcohólicas en mi casa, y yo desfilaba ante los concurrentes con el termo bajo el brazo con agua caliente (cuando la pava comenzaba a chillar). Yo me proponía algo que sonaba a utópico: obtener el conocimiento mutuo y la unión amistosa de los numerosos artistas amigos a los fines de llevar a cabo labores conjuntas, tendientes a dar unidad jerarquía y difusión a tanta labor artística local y regional dispersa, desvalida y frecuentemente desconocida. Así fue como desfilaron por mi casa personajes como Carlos Guastavino, Eduardo Falú, Luis Landriscina, Ariel Ramírez, Julio Migno, Adolfo Torres Arias, Claudio Monterrío y conjuntos de toda índole que antes o después de actuar en un escenario venían a echarse unos párrafos o tomarse unos tragos, o ambas cosas. Médicos del hospital y del sanatorio eran concurrentes habituales, con sus respectivas esposas. A Elena y a mí nos divertía poner música folclórica en el combinado y enseñarles a bailarla, actividad que les resultaba novedosa y apasionante y los familiarizaba con nuestra música y danza. Eran muchos los pataduras, pero con paciencia y con saliva (como dice un refrán irreproducible) más de uno aprendió a zapatear y más de una a zarandear y a manejar el pañuelo, o memorizar la coreografía y la letra de una zamba. Nuestras tres hijas eran tres pibas encantadoras que tenían alborotado al masculinaje adolescente del barrio, que hacía cola en la puerta o buscaba colarse cuando les organizábamos alguna reunión con motivo de algún acontecimiento, cosa que ocurría a menudo y que, por lo visto, dejaron huella, porque todavía lo recuerda mucha gente adulta que me para por la calle para evocar con nostalgia esas memorias. Lástima que vayan quedando tan pocos sobrevivientes canosos que ya no bailan ni zapatean. Mis familiares y amigos más o menos coetáneos han desaparecido y yo he quedado prácticamente solo en esta casona poblada de personajes inmateriales e inolvidables, puesto que mi único conviviente es un nieto soltero protagonista involuntario de esta época de pesadilla.