Las dos manos de Fidias
Phidias remissus amissis manibus
Primera escena: los atenienses prestan el escultor Fidias a los eleáticos para que hagan un Júpiter Olímpico. Establecen el siguiente contrato: devolverán a Fidias o pagarán cien talentos a los atenienses.
Segunda escena: Fidias esculpe a Dios. Terminada la estatua, los eleáticos lo acusan de que, al fundirla, ha robado oro del templo. Le cortan las manos por sacrílego. Lo devuelven a los atenienses junto con las dos manos que eran suyas en una caja con incrustaciones. Los atenienses reclaman en vano los cien talentos a los eleáticos. Entablan un pleito.
—Jam Phidiam commodare non possumus. (Ya no podemos prestar más a Fidias). El perjuicio que nos han infligido es total.
—Ustedes poseen al creador.
—No tenemos la mano.
—No es cierto. Tienen las manos que pusimos en la caja.
—Están cortadas.
—Que el sacrílego tome por testigo al dios que traicionó.
—Él toma por testigo al dios que hizo. A ese dios, ustedes sacrificaron a su autor.
—Los dioses no tienen autor.
—Si cerramos ese contrato fue por las manos de Fidias.
—Ustedes dijeron: “Fidias devuelto” y nosotros hemos devuelto a Fidias y hasta las manos de Fidias dentro de una hermosa caja con incrustaciones.
—Superest homo sed artifex periit. (El hombre sobrevive pero el artista está muerto).
—Es más importante vengar a los dioses que embellecer los templos que consagraron.
—Esas manos que producían dioses ahora ni siquiera pueden implorar al rostro de un perro o a los senos de una mujer.
—Esas manos cuando se posaron sobre el marfil y el oro del templo, no imploraron ni a dios ni al arte.
La pócima mitad mortal
Potio ex parte mortífera
Durante las proscripciones de Pompeyo, una mujer acompaña a su marido proscripto. Un día, ella se despierta bruscamente en medio de la noche, el lecho vacío a su lado. Se levanta. En la penumbra del atrio sorprende a su marido bañado en lágrimas, sosteniendo en la mano una copa de Egipto. Le pregunta por qué ha dejado el lecho conyugal y qué es lo que le quita el sueño. Él respondió que prefería morir antes que perder sus bienes. Ella le preguntó qué estaba bebiendo. Él le respondió que era veneno para morir. Ella le suplicó que le diera una parte porque no se sentía capaz de vivir sin él. Él bebió la mitad de la copa. La mujer la terminó. La esposa murió sola, aullando en una crisis de cólicos. En el testamento que había dejado, se vio que su marido era su único heredero. De regreso a la patria, terminadas las proscripciones, el marido es acusado de envenenamiento por el padre de la difunta.
—Es el único proscripto al que las proscripciones enriquecieron.
—Yo amaba a mi mujer. Ella me amaba. No hay peor sufrimiento que éste en el que vivo: he sobrevivido a la única persona con la que amaba vivir.
El argumento que presentaba Albucius posee la precisión de las investigaciones anglosajonas de finales del siglo pasado: “Summis fere partibus levis et innoxius umor suspenditur, gravis illa et pestifera pars pondere suo subsidit”. (Casi siempre el líquido ligero e inofensivo permanece suspendido en la superficie, la parte pesada y mortal es arrastrada al fondo por su propio peso). Albucius resumía así la intriga: “Bibit iste usque ad venenum, uxor venenum”. (El bebió hasta el veneno; su mujer, el veneno).
La muralla marcada con una mano ensangrentada
Paries palmatus
Un ciudadano tenía cincuenta años y era viudo. Tenía un hijo ciego de alrededor de treinta años al que había nombrado su heredero. Se volvió a casar. Hizo construir una vivienda separada y alejada en la que hospedó a su hijo. Una noche, mientras estaba acostado con su mujer, fue asesinado. Al amanecer del día siguiente se escuchó el grito de la mujer. Al llegar, encontraron la espada del hijo aún clavada en su cuerpo. La muralla que conducía de la habitación del padre a la de su hijo estaba marcada con una mano ensangrentada, repetida cada dos o tres pasos.
Albucius decía: Esa mano de sangre alcanza para demostrar que no es el crimen de un ciego. ¿Quién puede garantizar a aquel que no ve qué es lo que será visible?
La madrastra decía:
—¿Quién se beneficia con esta muerte? El único heredero. Yo sólo tengo lágrimas.
—Esta mano se repite excesivamente sobre ese largo espacio, como si hubiera temido no dar suficiente conocimiento de la identidad del autor del crimen.
—Yo dormía. A la madrugada, apoyo mi mano sobre una verga blanda y helada. Yo gritaba.
—A un asesino no le gusta utilizar su propia arma. Y aun ciego, no la deja clavada en el cuerpo de la víctima. Finalmente, un ciego de manos siempre errantes e inseguras no atraviesa un corazón de un solo golpe bajo la tetilla.
—Nada escuché mientras dormía a su lado.
—Además, cuando el golpe es asestado directamente en el corazón, y se sujeta la espada, la sangre no llega a las manos y las manos no marcan las murallas como si fueran caracteres de minio que compusieran un nombre. ¿Cómo habría sabido el asesino ciego reconocer al dormido sin tocarlo y sin que ese contacto lo despertara?
—Yo dormía.
—Hay sueños cuya profundidad asombra.
La acusación final contra la mujer se fundaba en la cantidad constante de sangre que la mano acusadora imprimía de manera pareja sobre la muralla. Esta mano que avanzaba manteniendo una huella igual de intensa implicaba, en la versión de Albucius, la existencia de un balde lleno de sangre y de una mano una y otra vez sumergida y chorreante.
(De “Albucius”, op. cit.).