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Fiel a la causa y a la poesía

Los homenajes a Miguel Hernández en el año de su centenario pretenden recuperar para siempre la voz del poeta que se destacó por resolver de manera original el conflicto entre compromiso ideológico y calidad literaria que perseguía a los autores de su tiempo.

TEXTOS. ESTHER DIEZ.

 

El escritor alicantino José Luis Ferris, autor de la biografía “Pasiones, cárcel y muerte de un poeta”, recurre al símil del tren para explicar a los niños la trayectoria literaria de Miguel Hernández. Según esta comparación, el poeta habría dedicado todo su empeño desde muy joven para subirse al tren en el que por entonces ya viajaban cómodamente figuras como Lorca, Alberti o Cernuda.

Tantas ganas le puso que, desde el último vagón al que logró montarse, siguió avanzando hasta alcanzar a esa generación del ‘27 allá por los años de la guerra. Pero, para entonces, Miguel había tomado tanto impulso que hacia el final de la contienda se había ganado un hueco al lado del maquinista.

Su carta de presentación era una poesía sencilla a la que precedía un elaborado trabajo y que, según la profesora de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Alicante (UA) Carmen Alemany, es la prueba de la madurez creativa que Hernández había alcanzado hacia el final de su trayectoria.

POESÍA DE TRINCHERA

Fue la Guerra Civil la que permitió al poeta de Orihuela demostrar que disponía de una fórmula original para resolver lo que Ferris define como el debate poético de esta época: el equilibrio entre el trasfondo ideológico y la calidad de los versos.

La sublevación militar de 1936 sorprendió a Miguel en Madrid, donde trabajaba en la redacción de la enciclopedia Los Toros, de la editorial Espasa-Calpe, y donde, por fin, la élite literaria de la época comenzaba a abrirle las puertas del difícil como él mismo había ya comprobado- mundo de las letras.

A pesar de que la mayor parte de la contienda trabajó como comisario político y miembro del Altavoz del Frente -órgano de propaganda de la zona republicana-, los primeros meses se dedicó, como un soldado más y por decisión propia, a cavar las zanjas que después servirían de trinchera a sus compañeros.

No obstante, Miguel no se distanció ni en sus tareas culturales de esa primera línea de batalla y, en contra de la actitud que mantuvieron otros poetas, se dedicó a recitar a los soldados que, según el escritor alicantino, podían no saber escribir, “pero comprendían el valor de sus versos”.

Durante esos meses que se prolongaron hasta la primavera de 1937- cantó, a través de “Vientos del Pueblo”, a los jornaleros, a los aceituneros, a los soldados internacionales y pidió, sentado sobre los muertos, que naciones de la tierra, patrias del mar, hermanos del mundo y de la nada recogieran una voz enardecida y aplicaran pasión a las entrañas.

El poemario, que fue publicado en Valencia en ese segundo año de contienda, es, como lo define Ferris, un “canto” y una “arenga” para animar a los soldados durante los primeros meses de su lucha. El catedrático de Literatura Hispanoamericana en la UA José Carlos Rovira, también presidente de la Comisión Nacional del Centenario de Miguel Hernández, explica que en los bocetos estas sensaciones íntimas son mucho más evidentes que en el poemario final, donde Miguel prefirió silenciar la herida de la guerra, que se le fue agrandando con el paso de los meses.

“EL HOMBRE ES UN LOBO PARA EL HOMBRE”

En los últimos días del verano de 1937 Hernández emprendió un viaje que acabaría por enterrar el optimismo y el entusiasmo con los que había afrontado el comienzo de la guerra. Conforme a su papel relevante en las actividades culturales y propagandísticas del frente republicano, fue seleccionado para representar a España en el V Festival de Teatro Soviético en Moscú, donde permaneció cerca de un mes.

Aunque reconoció a la que entonces era ya su mujer, Josefina, que los rusos trataban a los republicanos españoles como a “héroes”, la toma de contacto con el exterior le permitió entender, según Ferris, que la Guerra Civil “daba igual en el resto del mundo” y, aunque seguía entregándose decididamente a combatir al enemigo, se apoderó de él un desgaste moral y físico que se acentuó con su traslado al frente de Teruel a finales de año y, sobre todo, con la muerte de su primer hijo, Manuel Ramón, a los 10 meses de vida.

“El hombre acecha” es el libro que recoge los sufrimientos del poeta a lo largo de este año y en el que básicamente refleja que “el hombre se ha convertido en un lobo para el hombre”, tal como explica el escritor alicantino.

EL “DESENCANTO TOTAL”

La voz más desgarrada llega, no obstante, a través del “Romancero y cancionero de ausencias” (1938-1941), compuesto en un tiempo en el que Hernández sufre el final de la guerra, el intento de huida de España y el dolor de la cárcel.

Sobre este heterogéneo poemario, Ferris afirma que se hace patente el “desencanto total” del poeta, en un tiempo en el que otros compañeros que optaron por desarrollar su labor en la retaguardia, como es el caso de Rafael Alberti y María Teresa León, habían corrido más suerte en la aventura del exilio.

Para el escritor, este “hermano pequeño de la Generación del ‘27” demuestra en su obra, además, que el arte no es propaganda, pero que este tampoco sirve “sin un trasfondo ideológico”.

Rovira subraya también la manera en la que el poeta de Orihuela “supo convertir la tradición literaria en actualidad”, a través del recurso a sus “recuerdos explícitos”, en los que conjuga la épica y la lírica, según Carmen Alemany.

Los tres estudiosos de Hernández coinciden en señalar que son estos aspectos los que hacen al poeta merecedor del tributo que se le está rindiendo desde el pasado enero, en el centenario de su nacimiento, desde España y desde otros lugares del mundo. En marzo de 1942, sin embargo, murió rodeado sólo de algunos compañeros del alma, en Alicante, entre los barrotes de una cárcel franquista, la fábrica del llanto.

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