Los olvidadizos
Los olvidadizos
Una cosa son los olvidados y otra los olvidadizados. Y aunque uno puede militar en las dos categorías, yo soy un promotor, un defensor, un impulsor y no me acuerdo qué más de la segunda. Yo me vivo olvidando cosas.
TEXTO. NÉSTOR FENOGLIO. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI.
Yo toda mi vida me olvidé cosas. No soy un desmemoriado liso y llano (soy más bien áspero y ondulado, valga la contradicción), la memoria se ejercita, tengo memoria selectiva y todas esas cosas lindas de ocasión que se dicen para estos casos. La diferencia entre una patología y una que no, es la conciencia que sobre ella se tenga, el grado de reincidencia y si te jode o no la vida. A mí, los olvidos no me alcanzan a joder la vida, pero me la matizan, me mantienen entretenido.
Muchas veces, los olvidos son costosos. Por ejemplo, mientras anduve en taxis y remises, muchísimas veces debí volver a casa o al laburo a recuperar o las llaves, o la agenda, o el teléfono o, ni dios lo permita, a alguien de la familia. Eso no sólo es pérdida de tiempo: es gasto, doble tarifa de taxi.
Otros olvidos costosos tienen que ver con la desaparición de algunos objetos, que se han perdido por allí y para siempre. Sospechamos esta cuestión porque de golpe no tenemos más una armónica -vecinos y familiares, agradecidos-, el cuchillo preferido o una remera con caballitos lilas y paragüitas amarillos, una monada con la ya que no podré agasajar, cromáticamente hablando, a todos mis compañeros de trabajo. El duendecito de la casa se las ha llevado por ahí y ahora hacen su vida lejos de su dueño...
Uno entiende que se va poniendo o viejo o sabio cuando no sólo perdés las cosas, sino que eso ya no te importa o ya te acostumbraste o no te flagelás más por ello. Sucede. No está ni bien ni mal, a veces los olvidos te hinchan las pelotas (perdonen ustedes) a vos o a los tuyos, pero bueno, ya está, ya pasó.
Gente que se olvida las luces encendidas del auto -y hay que llamar luego a un mecánico o a un auxilio para que te hagan arrancar nuevamente el vehículo que agotó su batería-; que se olvida las llaves del auto adentro -lo soluciona el señor cerrajero- o que se olvida dónde dejó el auto, directamente, y se soluciona con un ejercicio superior de memoria y concentración o con una larga caminata por los alrededores, mientras trata de recordar qué vehículo, marca, modelo y color tenía, el señor...
Hay olvidos simpáticos y otros jodidos; hay olviditos y olvidones; hay olvidos funcionales y otros estructurales; hay olvidos coyunturales y otros permanentes; hay olvidos sin importancia y otros que conllevan oscuras elucubraciones psicológicas porque, mi chiquito, no casualmente te olvidaste lo que te olvidaste. O lo que es peor: ¿por qué te olvidaste exactamente eso? ¿Qué cosa no querías hacer o tener para olvidarte “eso”? ¿Qué cosas insondables y terribles postula un “simple” olvido por oposición, por contraste o por lo que fuera?
Y nos vamos yendo, dignos, enhiestos, envarados y con falso aplomo. Tenía muchas más cosas para escribir sobre este tema, pero es obvio que las olvidé. Entré en la alegre etapa en que me olvido las cosas y no sólo no me preocupa sino que hasta me causa gracia y una inexplicable algarabía.
Acepto esas cuestiones con cristiana resignación, con amabilidad y con tolerancia. Ya que el olvido me va a acompañar toda la vida, ya que vino conmigo desde hace tanto y parece que piensa continuar conmigo de aquí en más, pues, he decidido aceptarlo, conocerlo, interactuar con él. Que sea mi amigo, mitad visitante, mitad anfitrión.
Así que, a ustedes les digo, no pediré más disculpas por algo tan estructural, esencial y entrañablemente mío como mis olvidos. Hay gente, admirable, que puede cambiar conductas y sufre muchísimo para cambiar cosas que, entienden, les hace mal. Los felicito. Porque en mi caso, minga no habrá más penas ni olvidos.