Un santafesino en Venecia

Ciudad de agua y arte

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Gran Canal. Es la principal “calle” de agua de Venecia surcada en distintas direcciones por vaporetti, taxis y góndolas. Al fondo de la imagen, la gran cúpula de la iglesia de Santa María de la Salud y la punta de la Aduana Vieja.

Foto: Archivo El Litoral

Rogelio Alaniz

A Venecia se puede llegar en auto, en avión, en barco o en tren. La primera vez, lo hice en auto. Venía desde San Remo, había pasado la noche en Verona y cerca de mediodía crucé el Puente de la Libertad, que une a Venecia con tierra firme. En el piazzale Roma viví mi primera experiencia como forastero, experiencia que hoy relato porque pasaron muchos años y el tiempo tiene la bondad de disimular la sensación del ridículo. Yo pensaba -en realidad no pensaba, me dejaba llevar por la inercia de toda una vida viviendo en zonas pampeanas- que a Venecia, como a cualquier ciudad del mundo, se podía ingresar con el auto.

Estaba cansado de manejar y quería llegar al hotel para descansar y darme un baño. Tomé la calle principal y descubrí que volvía al lugar de origen. Tres veces intenté hacer la misma operación buscando la calle que me permitiera ingresar a la ciudad. Cuando los fracasos se hicieron tan evidentes como mi mal humor, mi señora preguntó a un empleado municipal por qué calle había que entrar. El hombre nos miró con esa paciencia infinita que los lugareños han adquirido luego de toda una vida de tratar con turistas y nos dijo: “a Venecia no se pude entrar en auto”. Lo dijo con el tono que un maestro alfabetizador usa con el chico más atrasado del curso para explicarle que uno más uno es igual a dos.

En efecto, en Venecia no hay autos. La gente se desplaza a pie, en vaporetto, taxis acuáticos o góndolas: calli, campi e canali. Según los lugareños, eso permite una sociabilidad diferente, más íntima, más afectiva, pero también mas intrigante y chismosa. Por lo menos, así lo dice la escritora Donna León.

Esta vez no entré por el puente de la Libertad, sino por el aeropuerto Marco Polo. Desde la altura, Venecia ofrece otra perspectiva. Después descubrí que desde un vaporetto el paisaje es otro, pero eso lo descubrí después. En todos los casos, lo cierto es que la ciudad es un abigarrado laberinto de islas y puentes. Se compone de más de 160 islas y alrededor de 450 puentes. La jurisdicción municipal es mucho más amplia. Burano y sus encajes, Murano y sus cristales, Lido con sus playas y sus villas aristocráticas, Torcello y su historia, la Giudecca y su imponente iglesia. Todo en su conjunto suma alrededor de 175.000 habitantes, pero en Venecia propiamente dicha, la población apenas llega a los 70.000.

Nunca terminamos de conocer a una ciudad. Hace 45 años que vivo en Santa Fe y todavía la estoy descubriendo. De lo que si podemos hablar es de la impresión que una ciudad nos provoca. Esas impresiones no siempre coinciden con la realidad, pero son importantes, y a veces decisivas. Yo, por lo menos, he aprendido a confiar en ellas. Conocer a una ciudad como turista es imposible, pero al desafío hay que asumirlo. Por otra parte, nadie llega a una ciudad con la mente en blanco. Yo, al menos, no lo hago. Antes de visitar Venecia procuro informarme, conocer aspectos de su historia, su cultura. En el caso de Venecia esta tarea es abrumadora porque la ciudad desborda historia y cultura y el viajero corre el riesgo de verse atrapado por ese inmenso museo, uno de los más destacados de Occidente, al punto que no podría escribirse la historia de Occidente sin referencias a Venecia, sus comerciantes, exploradores, viajeros, científicos, guerreros y artistas.

Cuando visito una ciudad del mundo, cualquiera sea, lo hago con ojos de santafesino. No puedo dejar de hacerlo. Las comparaciones pueden ser desmesuradas, pero son inevitables. El hábito incluye la necesidad de saber si algún santafesino vive en esa ciudad, porque una de las maneras más eficaces de conocer una ciudad es de la mano de algún paisano. En Venecia, ese santafesino -que hace más de treinta años que vive allí- se llama René Lenarduzzi. Es profesor de letras, docente de la Universidad de Venecia y, para más datos, hace unos meses que la UNL publicó un libro con sus poemas.

Nos encontramos con René en el Rialto, el puente máximo de la ciudad. Es de noche, hace frío y el viento sopla con fuerza. Bien abrigado, todo se soporta, por lo menos así parecen demostrarlo los jóvenes -y no tan jóvenes- que bailan al aire libre festejando el carnaval. Más civilizados, nosotros preferimos refugiarnos en un bar para tomar un aperitivo. René pide un spritz, bebida que, según nos explica, es de origen austríaco y fue impuesta cuando los soldados de Napoleón ocuparon Venecia. Me detengo en el dato para destacar que en esta ciudad, todo, o casi todo, está cargado de historia.

Caminar con René por la ciudad es un lujo. La conoce por los años vividos y porque la ha estudiado. No se conoce a una ciudad por el solo hecho de vivir en ella. Un ignorante puede pasarse toda la vida en una ciudad y no saber nada de ella. A una ciudad se la conoce caminando, mirando, pero también leyendo, estudiando. Si esto vale para cualquier ciudad, mucho más vale para Venecia, que es una ciudad-monumento, un inmenso museo que el viajero debe descifrar.

A Venecia, además, se la puede caminar. A toda hora. Es fácil perderse y eso es también parte del encanto. Internarse por esas callejuelas angostas, deambular por esos laberintos medievales, es uno de los grandes placeres. Se puede caminar de noche o de día; la ciudad es segura, entre otras cosas, porque la vigilancia es eficaz pero discreta. Pronto uno se acostumbra a las ‘calles de agua‘, a las casas cuyas puertas dan a un canal. Los venecianos son los que más se han resignado a vivir en esa ciudad que parecen levantada sobre el agua, porque una cosa es estar como turista unos días y sacarse fotos en una góndola o en un puente, y otra, muy distinta, es vivir todos los días soportando la humedad o la temible marea alta. Las casas de Venecia son encantadoras como museos, pero no sé si me gustaría vivir allí, reparándolas periódicamente. Tampoco sé si me agradaría trasladarme todos los días de mi vida en vaporetto o en góndola.

Por lo pronto, la sensación es que a los venecianos la cosa tampoco los termina de convencer. Venecia alguna vez llegó a tener cerca de 700.000 habitantes y hoy tiene setenta mil. Uno de los peligros de la ciudad es transformarse en una suerte de Parque Jurásico sólo visitado por turistas, muchos de los cuales no saben si Tintoretto era el dueño de una tintorería o un pintor.

Hace frío, son más de las diez de la noche, la ciudad esta casi desierta, pero nosotros seguimos caminando. René nos muestra lugares ‘secretos‘. Una iglesia, una academia, un edificio público, el lugar donde se filmó una película. A la Plaza San Marcos, no hace falta ir con guía; pero para recorrer ciertos lugares, el guía local es indispensable, mucho más si ese guía es santafesino.

Gobernar Venecia no es sencillo. Hacen falta recursos, capacidad de gestión y ganas de hacer las cosas bien. Nada más y nada menos También en este tema Venecia se da algunos lujos muy en sintonía con su historia. Massimo Cacciari, uno de los filósofos más respetado de Italia, ha sido su alcalde durante tres períodos. ¡Un intendente filósofo! Singular lujo que se da la república de los dux.

Para los venecianos, Cacciari es un veneciano más que camina por sus calles procurando convivir con los aluviones de turistas con la mayor discreción posible. Como buen vecino y buen político Cacciari sabe que los turistas podrán ser a veces algo molestos, algo ruidosos pero a la ciudad le dejan plata, mucha plata.

Nos separamos con René en un campo. Nos explica que para los venecianos la única plaza que merece ese nombre es la de San Marcos, a las otras se les dice campo. También nos dice que la ciudad tiene forma de pescado y que no es difícil orientarse siempre y cuando -pienso- uno esté decidido a perderse muchas veces. En Santa Fe esos riesgos no ocurren, aunque tenemos otros de los cuales mejor no acordarse. Sin embargo, René aporta un toque humorístico: entre Santa Fe y Venecia hay algunas grandes coincidencias: son dos ciudades levantadas sobre una laguna, rodeadas de pantanos, con veranos húmedos, calurosos y poblados de mosquitos, y con la amenaza de la inundación a la orden del día.

Después hay diferencias -digo- pero por razones de pudor y espacio es mejor no mencionarlas. Cada uno es de la ciudad en donde vive, y así como no es aconsejable el localismo estrecho, tampoco lo es ese lamento decadente e inmaduro de quien se vive quejando de la ciudad que le tocó en suerte.

Regresamos a casa caminando por calles donde el ruido de los pasos provoca un eco que se expande en el silencio de la noche. Mañana vamos a pasear por el Gran Canal, vamos a almorzar en alguna trattoria, después visitaremos iglesias y museos y a la noche asistiremos a un concierto en el Palazzo de la Gran Prisión, el mismo donde hace casi tres siglos estuvo detenido Giácomo Casanova. Pero esa es otra historia.