La vuelta al mundo
La vuelta al mundo
Ilich Ramírez, el comandante Carlos
Ilich Ramírez Sánchez, alias “Carlos”, fotografiado en París cuando llegaba al Palacio de Justicia para ser juzgado por la serie de ataques perpetrados en Francia. Foto: Archivo El Litoral
Rogelio Alaniz
Hay un momento de la película “Carlos” que me parece un buen punto de partida para una reflexión política. Carlos y uno de sus principales colaboradores están refugiados en un país árabe, en una de esas dictaduras islámicas que decían simpatizar con el socialismo, que hacían buenos negocios con la URSS o algunas de las democracias populares del Este y que contrataban terroristas para realizar algunos ajustes de cuenta contra los judíos, pero en la mayoría de los casos entre las diversas facciones del terrorismo árabe. Es de noche y están tomando tragos en un bar acompañados de lindas mujeres, cuando el noticiero anuncia que ha caído el Muro de Berlín. “La guerra ha terminado” dice unos de los asistentes. “La guerra ha terminado y nosotros perdimos”, contesta el otro. Todos hacen silencio. Nadie le da la razón pero todos saben que es así. La caída de la URSS representa también la derrota de un particular tipo de terrorismo alentado por el comunismo durante la guerra.
A partir de ese momento se inicia la declinación política y hasta física del temible comandante Carlos. Nadie quiere ayudarlo, nadie está dispuesto a hacerse cargo de él. Ni siquiera Libia, ni siquiera el temible coronel Kadafi. Derrotado el comunismo, Carlos ha pasado a ser una mala palabra o una molestia. No importan los favores recibidos. En el submundo del terrorismo no hay códigos. Carlos empieza a darse cuenta de que él que se suponía muy importante en realidad no es nada. Hasta su hombría ha ingresado en una declinación sin atenuantes. El macho bravío, el amante incansable, el fauno amado por las mujeres ha engordado y la enfermedad que ataca a sus testículos es también un símbolo de su decadencia.
Un sencillo operativo de los servicios de inteligencia franceses finalmente logra capturar a quien se consideraba el más peligroso terrorista del mundo. La dictadura que le ha dado refugio lo entrega por nada; también lo abandona la mujer que lo acompaña. Sólo y enfermo ingresa a la cárcel en 1994. Todavía está allí. El único jefe de estado que reclama por su libertad es Hugo Chávez. Por algo será.
Para quien no está debidamente informado sobre el personaje, digamos a modo de síntesis biográfica que Ilich Ramírez Sánchez nació en Venezuela en 1949, que se formó en un hogar en el que los libros de Marx y Lenin eran tan importantes como la Biblia para un creyente de misa diaria. Estudió en la URSS donde se dice que adquirió el título de licenciado en Economía, aunque luego debió dejar los estudios por problemas de disciplina. ¿Qué es tener problemas de disciplina en una universidad comunista y seguir siendo comunista?, es una pregunta que por el momento renunciaremos a responder.
Entre 1973 y 1980 Carlos se transforma en un ícono del terrorismo internacional. La prensa lo describirá como un hombre despiadado, como un criminal inescrupuloso, pero también como un héroe maldito que dispone del encanto del coraje, que ama las armas como a las mujeres, que se mueve por el mundo con pasaportes falsos, que se relaciona con los principales líderes del tercer mundo y del campo socialista. Más allá de la leyenda, Carlos en todo momento se presenta como un militante revolucionario, como un internacionalista que lucha por una sociedad más justa. Sus héroes son los grandes líderes revolucionarios del siglo veinte, pero también respeta a los jefes tercermundistas y dirigentes socialdemócratas.
Digamos que Carlos nunca se concibe como un vulgar mercenario, mucho menos como un delincuente. Supone que lo que hace es justo y que la humanidad, y en particular los pobres, y explotados alguna vez se lo van a agradecer. En la película se registran escenas en la que discute con otros militantes revolucionarios. Una compañera lo invita a sumarse a las manifestaciones en París contra el golpe de estado de Pinochet. La respuesta que da la he escuchado en boca de otros militantes revolucionarios locales: “Ha llegado la hora de la acción, al imperialismo no lo vamos a derrotar con marchitas pacifistas”.
Carlos participa del universo de la bohemia de izquierda en el exilio europeo. Peñas en las que abundan las canciones de protestas y el sexo liberado al mejor estilo de los años sesenta y setenta. Carlos no es un monstruo. Por el contrario, es un joven inteligente, buen mozo, culto, que, además, disfruta de los beneficios de la sociedad burguesa. Le gusta la ropa de marca, las bellas mujeres, el whisky caro. En otro nivel he conocido a varios combatientes con estas particularidades. Algunas veces los he criticado por esas contradicciones “burguesas”. Hoy diría que esas debilidades fueron sus rasgos más humanos y tal vez más queribles.
Porque después, efectivamente, al mejor estilo guevarista, el hombre se transforma en una verdadera máquina de matar. Se identifica con la causa palestina en sus versiones más extremas y a partir de allí transita por las diferentes sectas terroristas. Su causa ideológica ya se ha identificado con su causa personal. Carlos practica su propio código: “A los que me traicionan los mato” dice. Y efectivamente lo hace. También cumple con sus amenazas. Su novia y su amigo son detenidos en Francia y después de intentar negociar con el gobierno francés -desde un teléfono público pretende que Miterrand acuerde con él- le declara la guerra y procede a practicar el más crudo terrorismo, es decir el ataque a la población civil con bombas en los trenes, salas de cines y bares.
¿Y las víctimas inocentes? La causa, su causa, es decir, la libertad de su novia y su amigo, justifica todas esas muertes. De todos modos, atendiendo los datos históricos brindados por estas experiencias, está claro que sus líderes están convencidos de que actúan en nombre de una causa sagrada y que lamentarse por las víctimas es una clásica debilidad pequeño burguesa.
A ningún espectador se le escapa que en cierto momento hasta el propio Carlos no sabe muy bien si es un mercenario o un agente revolucionario. La celebración de su cumpleaños en los jardines de un hotel de cinco estrellas recuerda cualquier fiesta de la mafia. Los temibles terroristas bailan y se divierten como simpáticos adolescentes.
De la película se desprende que el soporte logístico de Carlos son los países socialistas. Me llamó la atención ese detalle. Los partidos comunistas occidentales siempre condenaron el terrorismo y me consta que esas condenas eran sinceras. Sin embargo, las embajadas socialistas y árabes facilitaron su labor, entregaron documentación falsa, brindaron cobertura para el tráfico de armas. En algún momento estas bandas terroristas entran en cortocircuito con sus bases logísticas, pero en todos los casos el apoyo de la URSS y los países socialistas parecen estar fuera de discusión.
La complicidad de los diferentes grupos terroristas, sus tensiones internas están presentes a lo largo de la película. Curiosamente la CIA no aparece, salvo como referencia lejana. El dato merece registrarse porque la omisión puede ser un límite del director o porque efectivamente ese abigarrado y a veces enloquecido universo de sectas terroristas no necesitaba de la CIA para existir.
A la hora del balance, no se puede dejar de considerar que en el clima de la guerra fría la CIA cometió diferentes tipos de tropelías. De todos modos, lo que diferencia a estas bandas terroristas de la agencia de espionaje norteamericano es la certeza que parece iluminar el accionar de personajes como Carlos. Es probable que un director de la CIA crea en los valores de la sociedad que defiende, pero personajes como Carlos no creen en valores, son iluminados, fanáticos.
La pregunta a hacerse en este caso vale para todos los terroristas. ¿Hasta dónde esta relación sensual con las armas, ese estilo de vida en el que la muerte esta acechando todos los días a la vuelta de una esquina, no termina por reducir a la ideología a un espantajo, porque el hábito al terror ha consumido ideales, cultura, afectos? Por último, corresponde interrogarse sobre lo que habría pasado con la humanidad si la causa que defendía Carlos hubiera triunfado. ¿Qué gobierno, qué calidad de vida, qué valores podrían haber sostenido los abanderados de esta causa?
Carlos es un héroe maldito, tiene el encanto y la fascinación de lo prohibido, pero está claro que una sociedad modelada bajo esta imagen sería una jungla, o lo que efectivamente fue: regímenes totalitarios en el que los jefes poderosos imponen su ley. La vida de Carlos en ese sentido nos enseña que no está mal que el comunismo haya sido derrotado en la guerra fría, no porque los ganadores sean mucho mejores, sino porque a pesar de sus deficiencias, límites e injusticias siempre han sido, un poco mejores. ¿Importan eso matices? Claro que importan, porque en esas pequeñas diferencias muchas veces la humanidad jugó su destino.