La muerte del Che Guevara (III)
La muerte del Che Guevara (III)
Triste, solitario y final
El Che toma notas en su diario personal en un campamento ubicado en la selva congoleña durante su permanencia en África. foto: archivo el litoral
Rogelio Alaniz
El Che murió convencido de que la experiencia cubana podía reeditarse en cualquier país de América latina. No desconocía la variedad de situaciones políticas, pero estaba convencido de que la subjetividad revolucionaria era la que decidía. Hace unos cuantos años José Aricó me comentó de su reunión con Guevara en La Habana. La idea era iniciar un foco guerrillero en la Argentina y se intercambiaban puntos de vista acerca de sus posibilidades reales.
La opinión de Aricó, años después, era muy crítica de esa estrategia que suponía que el foco guerrillero creaba las condiciones revolucionarias casi con independencia de los hechos objetivos. Según Aricó el Che y sus colaboradores, más que leninistas eran caballeros cristianos decididos a martirizarse por la causa. Los obstáculos objetivos, los datos impiadosos de la realidad, para ellos eran desafíos, estímulos para seguir haciendo lo mismo. La decisión de dar la vida por la revolución era algo más que una decisión, era un destino. No eran religiosos, pero estaban convencidos de que la muerte redimía.
Ciro Bustos cuenta que la primera vez que se reunieron con él, les dijo: “Ustedes aceptaron unirse a la guerrilla y ahora tenemos que preparar todo, pero a partir de este momento consideren que están muertos. Aquí la única certeza es la muerte; tal vez alguno sobreviva, pero consideren que a partir de este momento viven de prestado”. ¿Palabras de ocasión? Para nada. Ideología, visión del mundo: las inclemencias de la guerrilla purifica al revolucionario y la muerte lo santifica.
Entre 1961 y 1965 desde Cuba se estimuló a los más diversos grupos guerrilleros. En El Salvador, Nicaragua, Perú, Venezuela y la Argentina se constituyeron grupos armados que se propusieron tomar el poder. Poco importaba que los gobiernos de esos países fueran democráticos o dictatoriales. A los guerrilleros, semejantes minucias no les importaban demasiado. En algunos casos podía llegar a generar alguna disquisición teórica, pero ello no afectaba la estrategia o la táctica.
Cuando un guerrillero guatemalteco -el célebre Patojo- le preguntó qué consejo le podía dar para actuar en su país, el Che le respondió: movimiento constante, cautela constante y vigilancia constante. Ninguna consideración política, ninguna referencia a la estructura social o al modo dominante de acumulación capitalista, ninguna referencia intelectual a Marx o el marxismo.
Si para los anarquistas primitivos la educación de un revolucionario la otorgaba la bomba, para los guerrilleros sesentistas la pedagogía era la del fusil. El héroe guerrillero sustituía al revolucionario profesional anónimo habituado al trabajo gris y a la organización paciente de las masas. El militante era reemplazado por el aventurero, la paciencia del marxista era sustituida por la impaciencia del guerrillero (perder la paciencia y volver a encontrarla en la puntería, camarada).
El libro de cabecera del Che fue el texto de Regis Debray, “Revolución en la revolución”. Se trata de un libro que reivindica a la guerrilla como el camino para la toma del poder. Debray teoriza sobre la contradicción ciudad-campo y acerca de la capacidad del “foco” para acelerar las condiciones subjetivas de la revolución. Con estos argumentos más o menos refinados, los guerrilleros encontraron el salvoconducto para hacer lo que su pasión o su locura les aconsejaba.
Fue lo que hicieron Ricardo Masetti y sus seguidores en la Argentina. La actividad armada en el norte del país la iniciaron unas semanas antes de que Illia ganara las elecciones. La victoria del político radical les provocó algunas dudas acerca de la oportunidad de iniciar la lucha armada, pero después le encontraron la vuelta “política” para seguir firmes en sus trece. Lo que hicieron fue enviarle una carta a Illia titulada, “Carta de los rebeldes” en la que anunciaban que continuarían luchando en la montaña. La carta concluye con la consigna “Revolución o muerte”.
Con ese recurso epistolar, Masetti supuso que el trámite leguleyo estaba cumplido y que la guerrilla podía seguir funcionando. En definitiva, todo podía cambiarse, incluso las consignas o la táctica, pero la que se mantenía intacta era la voluntad militar. Según ellos, tomar las armas era un objetivo estratégico llevado adelante por la vanguardia.
¿Quién legitimaba a esa vanguardia? Ellos mismos. Como la vanguardia era la expresión del nivel más alto de conciencia de un revolucionario -es decir, tomar las armas-, poco importaba que al principio fueran pocos. Esos detalles se irían resolviendo a lo largo de la guerra revolucionaria, guerra revolucionaria que ellos declaraban y cuyo inicio podía consistir en un petardo tirado contra el local de una empresa extranjera o juntar un puñado de combatientes e irse al monte.
La guerrilla de Masetti (llamado Comandante Segundo, porque el Comandante Primero era el Che) no sólo fracasó en toda la línea; además, fue perversa y criminal. No fueron capaces de ganar para la causa a un solo campesino pero fueron capaces de asesinar a sus propios compañeros.
Masetti se reveló en el monte como un paranoico cuyos delirios criminales se volcaron contra sus propios compañeros. Miguel, en Argelia; Adolfo Roblet y Bernardo Groswald fueron fusilados por el Comandante Segundo. Enrique Lerner se salvó entre los indios. Las ejecuciones no fueron inocentes: en todos los casos las víctimas fueron judíos. Extraviado en las neblinas de su locura, Masetti pareció recuperar las fobias de los años en que militaba en la organización antisemita llamada Alianza Libertadora Nacionalista.
Para fines de 1964 el Che se hizo cargo de que había llegado la hora de encabezar los movimientos guerrilleros. El marco político que justificaba esa decisión giraba alrededor del proyecto de promover otras revoluciones en América latina que rompiera el aislamiento cubano. Para el Che, Cuba no sólo estaba sola, sino que, además, su dependencia de la URSS era cada vez más evidente y asfixiante. La idea de promover revoluciones en América latina se entroncaba con la otra estrategia internacionalista de darle la batalla al imperialismo yanqui en un escenario más amplio. El ejemplo de Vietnam debía extenderse a todo el mundo. “Crear dos o tres Vietnam es la consigna”, decía.
Nunca se sabrá hasta donde Fidel Castro creyó en esa estrategia. Tampoco se puede saber si en realidad lo que Fidel hizo con el Che fue sacárselo de encima. Es verdad que había diferencias y que después de las declaraciones del Che en Argel contra la URSS, hubo una reunión secreta en La Habana donde lo único que se sabe es que los dos tenían cara de pocos amigos, pero no es menos cierto que entre ellos había afecto y respeto político.
Lo objetivo es que el Che marchó hacia África con la idea de apoyar a los grupos guerrilleros que luchaban en el Congo. La presencia de los cubanos en ese lugar fue un completo fracaso. A esto no lo dicen los críticos del Che, lo dice él mismo en su diario. Todo el proceso estuvo signado por la desilusión y el desencanto. Los jefes guerrilleros africanos se paseaban en Mercedes Benz por las poblaciones, organizaban fiestas con prostitutas, los soldados se emborrachaban y practicaban el canibalismo. Demasiada promiscuidad para un Guevara Lynch de la Serna que teorizaba sobre “el hombre nuevo”.
Mientras organizaba la retirada de sus soldados en un clima que él mismo califica de perplejidad y tristeza, debe haber recordado cuando Nasser le disparó la humorada de calificarlo como Tarzán: “Usted se cree el hombre blanco que va a liderar a los negros analfabetos y brutos”, le dijo el líder egipcio con descarnado realismo.
El chiste era algo exagerado, pero como todo chiste tenía mucho de verdad. El Che se creía Tarzán, pero a la hora de evacuar a sus hombres tuvo que admitir que todo aquello “era un espectáculo doloroso, plañidero y sin gloria: debía rechazar a los hombres que pedían con acento suplicante que los llevara: no hubo un solo rasgo de grandeza en esa retirada, no hubo un gesto de rebeldía”. Descarnada y amarga confesión de un hombre que en su momento decidió tomar las armas en nombre de la grandeza y la rebeldía.
Después vino lo de Bolivia con los resultados conocidos. En todas las circunstancias la fe en la causa y la decisión de dar la vida por esa certeza, reemplazó a la evaluación política. Es verdad que al Che no se lo puede desprender del clima de la época, pero también es cierto que ya entonces desde diferentes expresiones del marxismo se advertía contra este culto a las armas y la muerte heroica.
Hoy el mito y su versión consumista devoró toda posibilidad de reflexión política o la redujo al exclusivo ámbito académico. De todos modos, no dejaría de ser interesante saber qué piensa, por ejemplo, un tipo como Maradona cuando decide hacer ese tatuaje en su cuerpo.