Las campañas de Hogarth

Las campañas de Hogarth

“La votación”, de la serie “La campaña electoral”, de William Hogarh.

Por Enrique Butti

“La campaña electoral”, de William Hogarth (Londres, 1697-1764) es una serie de cuatro pinturas, ahora exhibidas en el Museo Soane, de Londres. Las pinturas satíricas de Hogarth constituyen una suerte de “entierro de la comicidad”. Charles Baudelaire avala la calificación, y puntualiza que debe ser vista como un elogio: “De tal malévola definición deduzco el síntoma, el diagnóstico de un mérito excepcional. Es verdad que el talento de Hogarth contiene algo frío, fúnebre, que oprime al corazón. Brutal y violento, pero moralista antes que nada, siempre preocupado por el sentido ético de sus composiciones, las recarga, como Grandville, de elementos alegóricos y de alusiones, con el fin de completar y acentuar sus ideas. Pero sucede a veces, contra las intenciones de Hogarth, que estos detalles demoren y confundan la comprensión del espectador (estaba por decir: del lector)”. Demoran y confunden por su riqueza, se entiende, al espectador (estaba por decir: al lector) distraído.

El primer episodio se titula “El banquete”. En una taberna, congregados junto a una mesa rectangular y a una redonda, trece convidados están frente al espectador, con algo de esa grandiosidad teatral de “La última cena” de Leonardo, con la misma inspiración que después llevaría a Buñuel a la inolvidable secuencia de “Viridiana”: la de los mendigos en orgía mientras irrumpe el “Aleluia” de Haendel, y que en nuestro tiempo llevaría a remanidas remakes de pintores y fotógrafos, al ritmo con que los bigotitos a la “Gioconda” pintados por Duchamp degenerarían hasta la frivolidad y el hartazgo (1).

Describir a los trece candidatos y a la corte de los milagros, adulones y aprovechadores que los rodean implicaría escribir una novela. Hay hasta lugar para algún personaje honesto, aunque siempre con la ironía del caso: véase en el extremo derecho, un santo hombre con las manos en oración que se niega al soborno que le propone uno de los partidarios para comprar su favor y su voto, a pesar de las recriminaciones de su mujer y de su hijo, que le muestra su zapato roto. (Pero seguramente los “cuernos” que sobre su cabeza forman las sillas que alguien lleva para descargar por la ventana a los enemigos que pasan por la calle, reforzados por la cornamenta de un ciervo colgada sobre el dintel se refieran precisamente a la situación matrimonial de este hombre incorruptible).

Tomemos apenas al primer comensal de la izquierda. El joven de la peluca está entregado a los arrumacos de quien debe ser la encargada de la fonda. Sonrojado, tanto por la vergüenza como por la excitación (sexo y poder), no nota al señor que está detrás de ellos, probablemente el marido de la mesonera, que empuja la cabeza de su mujer para que se acerque y bese al joven candidato. Entretanto, el hombre fuma y las brasas de su pipa están quemando la peluca del candidato, que ya ha tomado fuego sin que nadie se percate. Una nena, la hija de los taberneros, aprovecha para robar al candidato joven, quitándole un anillo de la mano que ya ciñe las pulposidades de su madre.

Después está todo lo que fácilmente puede observar (estaba por decir: leer) quien directa o indirectamente haya atisbado algún opíparo banquete de este tenor. Está el borracho, el comilón, el hipertenso, el que recibió un paquete, el agitador, el que chamuya negociados, etcétera, aparte de los enfervorizados que por la ventana atacan a los enemigos que desfilan por la calle y del bromista que pintó su puño y formó con una servilleta un títere que repite un discurso dicho públicamente en serio y que ahora revela su hipocresía.

En la segunda pintura, sobre la visita del candidato durante la campaña proselitista, notemos apenas el detalle del cartel propagandístico (pintura en la pintura), que en la parte superior muestra un carro que carga las monedas que saltan del Ministerio del Tesoro, y debajo el lema “Punch, candidato para Guzzledown” (la localidad donde tiene lugar la campaña) con el candidato tirando monedas arrebatiña a la gente.

En la tercera pintura estamos en el día de elección, en una plataforma a la que suben para votar: un hombre con muletas, un ciego, dos hombres cargando un cadáver, mientras un disminuido mental es obligado a cumplir los ritos para sufragar y un veterano de guerra con pata de palo jura sobre la Biblia apoyando el garfio que tiene en lugar de la mano.

De la última pintura, con el cortejo del vencedor, reparemos en la ventana superior del edificio a la izquierda, donde sólo se advierte una mano que trabaja sobre un atril: ¿la mano del artista, la mano del dibujante que registra todo ese despropósito? Y en el pato u oca que vuela en medio del cielo, parodia del águila real, desde la antigüedad símbolo de poderío y grandeza.

Hogarth quiso que sus telas narrativas (“La carrera del libertino”, “Matrimonio a la moda”, “Escena de la ‘Ópera de los mendigos’, de John Gay”) fuesen “como un escenario, en el que hombres y mujeres, por medio de actos y gestos representaran una pantomima”. La apelación al escenario y al drama no es casual. Fueron literatos los primeros en sustentar el valor de Hogarth; Henry Fielding, especialmente, que defendía a Hogarth del simple rótulo de pintor burlesco: “Se piensa que el máximo elogio para un pintor es el de afirmar que sus figuras parecen respirar, pero ciertamente es un elogio todavía mayor decir que ellas parecen pensar”.

Fielding, que llegó en 1747 a ser juez en los barrios más bajos y violentos de Londres, propugnó la prohibición de la ginebra, y Hogarth lo ayudó con dos grabados de amplia difusión en su tiempo: uno abogaba por los beneficios de la cerveza; el otro describía los fatales efectos del gin. En “El callejón de la cerveza” todo está ordenado y en armonía, excepto la casa y la enseña del usurero (a la derecha), cuya actividad evidentemente está en bancarrota; en “El callejón del gin”, todo lo contrario: gente borracha y tirada, la madre dejando caer a su bebé de la escalera, los edificios desmoronándose, todo mal, excepto la pujante casa del usurero (a la izquierda).

(1) Por qué se ensañan con Da Vinci, debería uno preguntarse. Pues porque a su perfección compositiva -regla de oro y armonías varias mediante- cualquier variación, cualquier pegoteo, cualquier requisa resulta tolerable, y el blasfemo o el bromista con poco esfuerzo algún laurel siempre se lleva.

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“El festejo del vencedor”, de “La campaña electoral”, de William Hogarth.

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“El callejón de la ginebra”, grabado de William Hogarth.

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“El callejón de la cerveza”, grabado de William Hogarth.