¡A correr, que se acaba el tiempo!
Tensión contrarreloj. Los personajes se mueven rápido, porque el tiempo es literalmente oro en esta película y no puede desperdiciarse (salvo que se tenga demasiado y un guardaespaldas para cuidarlo). Justin Timberlake y Amanda Seyfried componen una glamorosa parejita despareja (ella rica, y él pobre), que desafía las reglas de una controladora e injusta sociedad futurista. Foto: Agencia Télam.
Rosa Gronda
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Las buenas películas de ciencia ficción necesitan más de ideas consistentes que de efectos especiales y grandes explosiones. Sin aparición de alienígenas, armas o tramas demasiado sofisticadas se puede construir una profunda mirada sobre el futuro, que por lo general tiende -en los mejores ejemplos- a una visión más sombría que esperanzada, mostrando el lado oscuro del avance tecnológico y científico, “distopías” que reflexionan sobre posibles sociedades posibles, cuyo funcionamiento se basa en alienantes formas de control. En la historia del cine existe una nutrida antología, donde sobresalen títulos como “Fahrenheit 451” de François Truffaut, “Soylent Green” de Richard Fleischer o “Blade runner” de Ridley Scott, entre otros paradigmas.
“El precio del mañana” bien podría haber formado parte de este grupo, pero lamentablemente se aleja de la esencia genuina de aquellos relatos y si bien entretiene, carece de profundidad, aunque se rescata siempre por su estética deslumbrante y perfeccionista.
Lo que pudo haber sido
La estilizada película de Andrew Niccol trata sobre una sociedad donde se acabaron las enfermedades y las personas detienen el proceso de envejecimiento a los 25 años. Pero a partir de ahí, les queda solamente un año de vida y cada cosa que consumen se paga con tiempo (segundos, minutos, horas, días, décadas). Los avances genéticos traen como contrapartida la superpoblación y las medidas darwinistas de controlarla.
“El precio del mañana” tiene ese toque autoral que hace esperar de ella mucho más de lo que termina ofreciendo. Su relevante hilo argumental plantea la acción en un futuro donde cada persona lleva impreso en su brazo un reloj en el que figura el tiempo que le queda de vida y que se recarga como si se tratara del crédito de un teléfono celular. Como en “Soylent Green”, los más ricos disponen de todos los recursos, pueden dilapidar todo el tiempo que quieran para adquirir productos de lujo y viven en zonas exclusivas. Los pobres viven en guetos y de allí surge el héroe joven y bello (Justin Timberlake) que como un Prometeo posmoderno intentará devolver el tiempo a los mortales.
Una película despareja
Con un argumento que funciona como una metáfora, o mejor dicho, como un eco de la sociedad actual, donde hay robos de tiempo para poder sobrevivir, bancos que lo prestan a una tasa de interés usuraria y zonas sociales divididas según el tiempo de cada uno, esta efectiva alegoría económica de resonancias cercanas descarrila cuando cada una de sus piezas entran en el andamiaje de una superproducción que se adapta a las reglas masivas y despliega todos los tics obvios de la acción y la aventura: persecuciones sobre techos, las clásicas esquivadas y choques sobre las rutas, con autos cayendo y sus héroes adentro, casi sin rasguños.
Así, el film abandona la oportunidad de profundizar en un material que daba para abordar la condición humana, sus búsquedas y límites. Al recorrer y subrayar los tópicos básicos que cumplen con todos los lugares comunes de los subgéneros, lo que tenía todas las posibilidades de ingresar en la historia grande de la ciencia ficción sabe finalmente a poco, aunque atención: aunque está lejos de ser perfecta, tampoco es una película mediocre sino muy agradable, entretenida y particularmente recomendable.