La vuelta al mundo
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La “Guerra de Secesión” y Caseros
Rogelio Alaniz
Se conoce con el nombre de “Guerra de Secesión” a la guerra civil librada en Estados Unidos entre el norte industrial y democrático y el sur agrario y esclavista. También podría calificarse como el enfrentamiento entre una economía industrial que a través de las aduanas establecía políticas proteccionistas y una economía rural productora de materias primas que compraba Europa y, particularmente, Inglaterra.
Hechas estas consideraciones generales, conviene advertir que en historia siempre es posible establecer otras lecturas, porque el caso que nos ocupa se resiste a someterse a una exclusiva mirada, sobre todo cuando esas miradas transforman a un hecho complejo en un trivial concurso entre buenos y malos, a los que tanta ligereza y entusiasmo mercantil suelen adherir personajes como O’ Donnell y Pigna.
Por ejemplo, no deja de llamar la atención que este sur agrario y liberal, fuera al mismo tiempo portador de hondas tradiciones señoriales y populares que le otorgarían a esta región un aura cultural trágica que enriquecerían de manera notable la literatura y el arte americano. William Faulkner, Carson McCullers, Tennessee Williams o Flannery O’Connor, son algunos de los testimonios de esta cultura atravesada por el fatalismo, el resentimiento, la derrota y los delirios de grandeza de una sociedad jerárquica, injusta y violenta que desataba pasiones incontrolables, amores borrascosos y soledades infinitas.
La “Guerra de Secesión” duró cuatro años y cosechó la friolera de un millón de muertos en un país que entonces sumaba alrededor de 33 millones de habitantes, un dato que merece contrastarse con la Argentina que para esos años apenas superaba el millón de habitantes, lo que le otorgaba a ese “Desierto en la Nación...” un conjunto de tareas y prioridades que poco y nada tenían que ver con las que estaba afrontando Estados Unidos.
El tema de la libertad de los esclavos fue una de las banderas de la lucha en esta guerra, pero no fue la más importante o, en todo caso, no fue la única. El presidente Abraham Lincoln al asumir el cargo se manejó con mucha prudencia, al punto que la causa que precipitó la guerra no fue la esclavitud, sino la secesión de los llamados Estados Confederados.
Lincoln se resistió al principio a hacer de la esclavitud una bandera de lucha, no porque no creyera en ella, sino porque consideraba mucho más importante asegurar la unidad de la Nación. En los Estados del norte la esclavitud había sido derogada a principios del siglo XIX; pero para 1860 lo que se discutía no era la esclavitud en los Estados del sur, sino el derecho a decidir en este tema de los nuevos Estados que se constituían a través de la conquista del oeste y la fiebre del oro en California. Para los farmers y los vaqueros lanzados hacia el oeste la esclavitud no era necesaria. Ello no significaba que no miraran con desprecio a los negros y en ese desprecio incluyeran a los chinos y los indios, pero desde el punto de vista económico su actividad estaba más relacionada con el mito del granjero libre o el aventurero que se hacía a sí mismo, que con la plantación y las cabañas del Tío Tom.
Lo que los dirigentes del sur observaron es que a medida que el ferrocarril y los colonos se extendían, la economía esclavista se aislaba. ¿Era indispensable para estos Estados el esclavismo? Algunos historiadores hoy relativizan la respuesta a esta pregunta, pero en principio daría la impresión que para la economía de plantación basada en la producción de azúcar, tabaco y algodón, la mano de obra esclava era necesaria. Es verdad que el esclavismo no tenía destino histórico. Para fines del siglo XIX los dos enclaves de la economía esclavista: Brasil y Cuba lo derogarían, pero en 1860 nadie disponía de una certeza histórica concluyente.
Lo que se sabe es que Inglaterra, el país que en los últimos años más había bregado contra la esclavitud, hacía muy buenos negocios con los estados del sur y si no legitimó la secesión no fue porque sus dirigentes conservadores no tuvieran ganas de hacerlo, sino porque la presión ejercida por Washington fue grande y en algún momento, amenazante.
De todos modos, Lincoln no estaba dispuesto a ir a la guerra por el tema de la esclavitud. Su estrategia apuntaba a que la constitución de más Estados fueran tendiendo alrededor del esclavismo un cerco que más temprano que tarde redujera al esclavismo a su mínima expresión. El sur apresura la secesión para impedir la asfixia. Así se explica que a la declaración de emancipación de los esclavos Lincoln la redactara dos años después de iniciada la guerra, cuando hasta los Estados del sur le prometían a Inglaterra poner punto final a la esclavitud a cambio del reconocimiento diplomático, que fue siempre el gran objetivo estratégico.
Los historiadores coinciden en señalar que todavía es materia de debate por qué se inició una guerra que pensándola con la cabeza fría, muy bien podría haberse evitado. Una suma de decisiones parciales y de desencuentros políticos menores, fueron creando las condiciones que precipitaron la guerra. Conviene insistir una vez más que el esclavismo en el sur no tenía destino histórico y políticamente los Estados confederados carecían de posibilidades de existencia real. Sus dirigentes más esclarecidos sabían que la guerra era imposible ganarla y que cuanto más demorara más segura era su derrota. Contaban con soldados valientes y una alta efectividad en el combate, pero el norte disponía de las industrias y de los recursos financieros y humanos.
El sur ganó las primeras batallas, pero a partir de Gettysburg, en marzo de 1863, la balanza se inclinó para el lado de la Unión. Un año después la ofensiva de los generales Grant, Sheridan y Sherman precipitaron los acontecimientos. En abril de 1865 el bravo general Robert Lee se rindió en Appomatox. Los negros recuperaron la libertad, pero a los derechos civiles recién los conquistarán un siglo después.
La Guerra de Secesión fue la primera guerra moderna y anticipó las guerras totales del siglo XX. El telégrafo, el ferrocarril, las ametralladoras, los rifles de repetición, las trincheras y las bombas de relojería, daban cuenta de algunas de las grandes invenciones técnicas. El otro dato a tener en cuenta es que la guerra adquirió tonos ideológicos que dieron lugar a una épica que cosechó adhesiones en todo el mundo. Carlos Marx, por ejemplo, escribió algunas notas en diarios norteamericanos apoyando la causa del norte. Masones, liberales y garibaldinos se ofrecieron para luchar en las filas de la causa que representaba la libertad, la unidad nacional y la democracia, esa democracia que Lincoln definió en Gettysburg como “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”.
Hechas estas breves consideraciones, la pregunta que nos corresponde hacernos es la siguiente. ¿Qué tiene que ver la Guerra de Secesión con la batalla de Caseros? La pregunta debería responderla Cristina Kirchner que se permitió hacer esta comparación. Según sus palabras, la Argentina no avanzó en el camino de la industrialización que emprendió Estados Unidos porque en Caseros ganó Urquiza. Comparar a Caseros con la Guerra de Secesión, significa, si somos lógicos, comparar a Rosas con Lincoln. O suponer que Carlos Marx podría haber felicitado a Juan Manuel por encarnar los ideales del capitalismo industrial, democrático y antiesclavista. O despreciar la Constitución nacional que fue la consecuencia más inmediata de Caseros.
Honestamente, ¿alguien puede creer en semejantes patrañas? Creer -por ejemplo- que el defensor del latifundio y de la clase terrateniente, el representante más leal de los intereses de Buenos Aires, sea el adalid del capitalismo más avanzado de su tiempo.
La historia suele tender celadas a quienes la tratan con ligereza. Una de las más triviales es la de comparar situaciones incomparables para obtener conclusiones livianas o ejercer manipulaciones fáciles. La otra, es la de reducir la historia a hechos militares o a biografías precedidas por una moralina dulzona y maniquea, eludiendo aquello que a la historia la constituye como conocimiento: el estudio reflexivo del pasado, la articulación rigurosa del presente con el pasado, la evaluación de procesos, el devenir de estructuras con sus matices, variaciones y discontinuidades. Lamentablemente la presidente suele caer impávida, sin perder la compostura y sin acogerse al beneficio de la duda, en las celadas más visibles y ramplonas. El caso que nos ocupa es una demostración cabal de que si bien un presidente dispone del derecho de hablar, no está obligado a hablar de más y, mucho menos, hablar de lo que no conoce o no sabe.