crónicas de la historia

Rivadavia, Quiroga y las minas de Famatina

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Bernardino Rivadavia y George Canning.

Rogelio Alaniz

Hace casi ciento noventa años las minas de oro y plata del Famatina estuvieron de moda en el mercado financiero de Londres. Diarios como “The Times” y “The Sun” se referían a ellas con jovial familiaridad. Los relatos acerca del oro en las lejanas montañas de La Rioja no tuvieron nada que envidiarle a la leyenda del “Rey Blanco” que los españoles inventaron y consumieron hasta la alucinación.

La mala fe, la ingenuidad, la codicia desenfrenada y la ignorancia se dieron de la mano para instalar el mito de que en La Rioja el oro estaba abandonado en las calles. Según las historias contadas por testigos de insospechable honradez, para apropiarse de lingotes y piedras preciosas ni siquiera había que excavar en la montaña.

Un folleto que en esos días circulaba por la City londinense como pan caliente, narraba historias extraordinarias y fantásticas. Se decía, por ejemplo, que después de las lluvias el oro era arrastrado por el agua hasta los jardines de las casas. Se hablaba de que en la calle el oro se confundía con los cascotes y que el único trabajo para recogerlo era agacharse. Debajo de la hojarasca, a la vera de los caminos, entre los pastizales de los potreros, el oro yacía abandonado a la espera de que alguien fuera a recogerlo.

Los cultos ingleses consumían esas bagatelas con excitación y codicia. Los que tenían algunos ahorros se dedicaban a comprar acciones en las compañías que prometían ir al Nuevo Mundo a traer “el oro y el moro”. La fantasía duró unos meses, no más de un año. Después las cosas volvieron a su lugar. Lo obvio se impuso. Ingenieros británicos que viajaron hasta La Rioja regresaron con la noticia de que el oro no estaba desparramado por las calles y que si en las montañas del Famatina había algo parecido a eso había que montar una explotación que requería inversiones altísimas sin ninguna garantía de obtener algún beneficio en lo inmediato. Concretamente, los ingenieros ingleses aconsejaban no invertir. Según ellos, el oro era dudoso, pero mucho más dudosa era la mano de obra criolla y la honestidad de los financistas y caudillos políticos de la región.

La historia siempre nos relata episodios donde los ingleses a través del colonialismo estafan o despojan de sus bienes a los nativos. Esta es una historia donde los estafados y despojados fueron los ingleses. Bernardino Rivadavia, Braulio Costa, Manuel García y Facundo Quiroga, fueron los autores de semejante hazaña. En marzo de 1824 concluye su mandato el gobernador de la provincia de Buenos Aires don Martín Rodríguez. Su principal ministro, el poder real y efectivo de la gestión, don Bernardino Rivadavia rechaza el ofrecimiento que le hace el nuevo gobernador Gregorio de las Heras para que continúe en el cargo y viaja a Londres. ¿Su objetivo? Puede haber tenido varios, pero el principal es organizar una empresa de explotación minera con capitales británicos.

Un año antes, y en la plenitud de su poder se había sancionado una ley que promovía la formación de una sociedad en Inglaterra “destinada a explotar las minas de oro y plata que existían en el territorio de las Provincias Unidas”. Conviene prestar atención a este texto. La ley es de la provincia de Buenos Aires, pero Rivadavia le otorga alcance nacional. ¿Confusión, mala fe? No lo sabemos. Puede que haya habido un poco de las dos cosas. Puede que Rivadavia apostara a que en un futuro no muy lejano el país se organizara institucionalmente y, por lo tanto, ese decreto adquiriría validez en el acto. Puede que nuestro prócer haya pensado que los ingleses no iban a hilar tan fino e iban a dejar pasar las desprolijidades.

En ese último punto no se equivocó del todo. Rivadavia llegó a Londres y fue recibido como un héroe. Los principales diarios de la ciudad se refirieron a su llegada y ponderaron sus virtudes políticas. El hombre que unos años antes caminaba por las calles de Londres en el más absoluto anonimato, ahora era célebre y famoso. Maravillas de la prensa. También maravillas del protocolo. Rivadavia llegó a Londres con el título de “Enviando Extraordinario y Ministro plenipotenciario de las Provincias Unidas”. Mucho título y poco poder. Su investidura valía para Londres y París, naciones que aún no nos había reconocido como independientes y no nos habían reconocido, entre otras cosas, porque esto que empezaba a ser la Argentina aún carecía de personalidad jurídica nacional.

Inglaterra no demorará mucho en hacerlo, pero a través de sus ministros no dejará de expresar su fastidio por la exagerada investidura de Rivadavia, una investidura que estaba muy por encima del modesto cargo de cónsul con el que Inglaterra había investido a Parish Robertson en Buenos Aires. En efecto, pocos meses más tarde George Canning dirá incendios contra Rivadavia e impedirá que sea recibido por el rey Jorge IV, su máxima aspiración personal, según sus críticos.

A John Hullet, Rivadavia lo conocía desde hacía por lo menos ocho años. No le costó demasiado relacionarse con él y, mucho menos, entusiasmarlo para fundar una compañía destinada a la explotación de las minas de oro y plata. Fue así que se creó la “River Plate Minning Asociation” con un millón de libras esterlinas de capital y el propio Bernardino Rivadavia como director provisional. Ni el capital declarado ni el cargo otorgado a Rivadavia eran legítimos. Lo que importaba en todos los casos era dibujar algo parecido a una compañía seria y convocar a los accionistas para que invierteran.

Por lo pronto, Rivadavia estaba vendiendo algo para lo que carecía de autoridad y jurisdicción. Su doble rol de representante de las Provincias Unidas y titular de la empresa estaba en abierta contradicción con la legalidad vigente. ¿Era un estafador don Bernardino? No es necesario ser tan duros en las adjetivaciones. Digamos, para ser benevolentes, que el hombre apostaba a que lo que hoy vendía de palabra, en poco tiempo lo podría avalar con el respaldo institucional de la Nación. Lo único que hacía por el momento era anticiparse a los hechos. Cuando se declare la Ley Fundamental, se convoque al Congreso Constituyente, se redacte una Constitución “unitaria” y se cree la presidencia de la Nación con su respectiva “Ley Capital”, Rivadavia estará en condiciones de respaldar con las instituciones los negocios iniciados un año antes en Londres.

Como se podrá apreciar, la operación, en el más suave de los casos, merece la calificación de desprolija. Pero además de desprolija sigue siendo ilegal y deja muy mal parado a Rivadavia ante la historia. Descartemos por el momento la imputación de que todo esto lo hizo para enriquecerse cobrando comisiones, pero admitamos que un presidente de la Nación breve y caótica presidencia- no puede ser al mismo tiempo el titular de la compañía beneficiara con la explotación.

Para tranquilidad de los observadores, todo salió mal. El ingeniero ingles Bond Head -cuya crónica de viajes “Las pampas y los Andes” merecen leerse porque están muy bien escritas y dice de estas tierras y nuestra gente cosas muy interesantes- desaconseja la operación, pero también el que la ha desaconsejado a su manera ha sido Facundo Quiroga, el hombre fuerte de La Rioja.

La leyenda revisionista dice que Facundo los sacó a los ingleses montados en burro. La leyenda pretende presentar a un Quiroga defensor de las cosas nuestras y enemigo del capital inglés y de los ingleses. La leyenda es una leyenda que pertenece al campo de la fantasía y no de la verdad. Quiroga se molesta con los ingenieros ingleses no porque sea un combatiente anticolonialista, sino porque a través de sus testaferros porteños apuesta a otra empresa de explotación minera y, obviamente, no está dispuesto a permitir que la competencia venga a escupirle el asado.

El socio de Facundo es don Braulio Costa, considerado para esa época el hombre más rico del Río de la Plata. Es socio y testaferro ya que no olvidar- la fortuna de Facundo -un detalle que los revisionistas olvidan o prefieren no tener en cuenta- es una de las más importantes de la región. Facundo y Costa no están solos. El otro socio es John Parish Robertson. Entre todos fundan la “Famatina Minning Company”, una empresa que correrá la misma suerte que su competidora cuando se descubra que todo fue un globo inflado por la especulación.

El tema de la frustrada explotación minera en el Famatina en 1824 y 1825 merece ser recordado porque casi ciento noventa años después se vuelve a hablar de la explotación minera en el Famatina. Esta vez daría la impresión que quien cumple el rol de Rivadavia de vender lo que no le corresponde es la célebre “Viuda del Calafate” y quien encarna a Facundo es el benemérito gobernador de La Rioja, don Beder Herrea, hombre de reconocida probidad y decencia pública.

La leyenda pretende presentar a un Quiroga defensor de las cosas nuestras y enemigo del capital inglés y de los ingleses. La leyenda es una leyenda que pertenece al campo de la fantasía y no de la verdad.