ARTISTAS, PRODUCCIÓN Y REPETICIÓN

Del agotamiento del arte y otros cansancios

Estanislao Giménez Corte

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I

Una de las más hondas pesadillas para un artista puede ser, suponemos, no ya el desconocimiento, ni la minimización de sus facultades, ni la ignorancia de los críticos, ni la atención desaprensiva de los críticos. No. Ni el surgimiento de movimientos estéticos diversos (contrarios al propio, violentamente críticos del propio), ni el hecho de pasar de moda (si alguna vez se estuvo de), ni la imposibilidad de vivir de su producción (si alguna vez se llegó a). No. Quizás sea, la honda pesadilla, algo más complejo, algo no dicho suficientemente, algo que ‘oscuramente abajo’, como dijera el filósofo, viene a surgir cada tanto: el agotamiento. El agotamiento del arte en el sujeto. O, más bien: el agotamiento de su arte. Esto es: la sequedad, como si de un vientre enfermo se tratara, de la savia de otrora. De aquéllo, como quiera llamárselo -impulso, pasión, energía, furia intelectual, potencia física-, que alimentó al sujeto en su momento y que ahora mismo parece ser famélico bocado.

II

Cualquier distraído habrá comprobado, más o menos enfáticamente, que el truco de un artista consiste, más o menos aproximadamente, en un pequeño descubrimiento, íntimo y no contado (no revelado en su procedimiento), so pena de que sea robado y/o utilizado por algún advenedizo. Llamar a ello truco implica una connotación negativa y de ella se desprende la lectura de una suerte de engaño. Creemos, con todo, que se podrá interpretar sin esfuerzo cuál es el espíritu de lo dicho (quizás habría tenido que decir, como Bioy, una ‘magia modesta’). El descubrimiento del artista es básicamente aquello que lo diferenciará del resto -para mejor o peor- y que lo hará, aunque sea para desesperación de unos e incomprensión de otros, ‘único’. El descubrimiento estará, ya en el estilo, ya en los temas tratados, ya en las formas, ya en la afectación de sus presentaciones, ya en la modalidad de trabajo.

Pensemos, por caso, en las greguerías de Ramón Gómez De la Serna o en las causeries de Lucio V. Mansilla. Uno, el primero, ‘inventó’, insisten los especialistas, un nuevo género. Traído del aforismo y arrastrado desde la máxima, se entiende por ésta a un texto breve, de una frase de extensión, a la que se le agrega humor e ironía, a la que se le quita severidad: ‘intenté suicidarme y casi lo logro’. Ese hallazgo, alguna vez elogiado como novedad, puede transformarse, empero, en una especie de trampa espantosa. De alguna forma, a los ojos del mundo, el nombre De la Serna quedó sometido a la greguería, como si ello imposibilitase emprender otra cosa. Aquí hay, notablemente, una miopía, pero miopía que al fin puede colarse en el artista: como si le dijesen, desde una temerosa o recalcitrante pedantería: ‘esto es lo que has descubierto, quédate ahí, con eso y no salgas nunca’.

Ello, lógicamente, es un grave error, en tanto la obra de De la Serna es muy vasta. Pero queremos señalar, sencillamente, que a veces en el mismo descubrimiento está inscripta una cierta condena a futuro. Puede decirse que todos los autores han sufrido esta misma situación, o una similar, o una peor. El caso de Mansilla también puede incluirse. Considerado el gestor local de las causeries (charlas) -género a medio camino entre el soliloquio, el diálogo, la crónica y el diario íntimo- en Mansilla hay una extraordinaria ironía que haría empalidecer a Dolina, por ejemplo, y una suerte de autoreferencia endiablada que hace las delicias de cualquiera (‘De cómo el hambre me hizo escritor’).

En ambos casos, creemos, se responde un poco a la lógica del sujeto que observa a un artista y añade a su nombre términos que lo rodean, como lugares comunes o clisés que lo definen o circundan: que dicen aproximadamente quién es esa persona y/o qué hace.

III

Ahora ¿podemos licenciarnos de estos temas y, al menos como riesgo, como imposible, como provocación, decir otras cosas?; ¿podemos escapar de esta supuesta reflexión periodística, o de este mero pensamiento escrito, y saltar al plano lúdico del discurrir del texto? ¿Qué pasaría nos preguntamos entonces- si el caso fuese inverso?: si no se agotara el artista con su descubrimiento... sino el arte en sí. ¿Qué pasaría si alguna vez se agotaran las palabras, las músicas, las combinaciones, por abuso, por la herrumbre de los años, por impericia?

¿Qué pasaría, decimos como imaginación, como ejercicio, como especulación, si ello sucediera y deviniera el mutismo, la escasez, el blanco?; ¿y si el arte se agotara? ¿Y si pensásemos que el arte se acaba, no por el cansado embate de los artistas, sino porque ésta, palabra con mayúsculas, dio todo a las torpes manos en que cayó y -figura espectral, idea, abstracción maravillosa- nos deja por cansancio, por conmiseración, por piedad, por sabernos no más que infantes que pretenden decir con voz firme la palabra musa, que quieren manipular con mano temblorosa su forma sugestiva que huye?

Del agotamiento del arte y otros cansancios

El descubrimiento del artista es básicamente aquello que lo diferenciará del resto -para mejor o peor- y que lo hará, aunque sea para desesperación de unos e incomprensión de otros, “único”. Foto: Archivo El Litoral