Poemas de Santiago Venturini
Poemas de Santiago Venturini
Santiago Venturini nació en Esperanza, en 1981. Es autor de “El espectador” (Ediciones Gog y Magog, Buenos Aires, 2012).
Santiago Venturini. Foto: Di Salvatore
Odisea en el espacio de un domingo
en fila ascendemos
a la cápsula de un colectivo.
la nave espacial
de una película vieja:
tableros de plástico botones
que no sirven para nada,
pantallas de un futuro
que ya pasó.
los torsos se acomodan
en asientos numerados.
somos todos lo mismo:
cuerpos en reposo
esperando el despegue
después de la comida el sexo
o la televisión.
y cuando nos impulsan las turbinas
ya no importan las luces de esas casas
que esconden familias anestesiadas,
ni esa iglesia improvisada en un galpón
lleno de fieles levantando los brazos
bajo unos fluorescentes implacables.
a toda velocidad
cruzamos la galaxia de los campos
en la que las estrellas frías se mezclan
con los asteroides de los autos
y supermercados cerrados.
hasta que en el espacio negro
aparece
la superficie decepcionante de un planeta:
una masa eléctrica de postes
carteles y basura.
el piloto grita nombres de calles
y en ese momento
dejamos de ser astronautas
para volvernos los terrícolas comunes
que ven de vez en cuando la luna
desde una ventana.
vacaciones
durante dos semanas
en el verano de una ciudad marítima
convivimos con un perro moribundo.
sosteniendo la taza en el desayuno
lo mirábamos tambalearse
o girar perdido en círculos
sobre el césped.
algunas noches nos despertaban
sus aullidos,
y a la mañana siguiente
todos veíamos
las manchas diminutas de su sangre
en las baldosas.
algunos huéspedes incluso
lo acariciaban:
seguían con la mano el esqueleto
que parecía traspasar
el cuero manchado.
ese verano
en esa ciudad marítima
las casas lujosas se multiplicaron,
los autos tocaron bocina
en filas interminables,
miles de espectadores tosieron
en las salas de teatro,
y nosotros
caminamos por calles muy iluminadas
mezclados con la multitud de turistas:
miramos vidrieras caras,
hablamos sin parar
entre el ruido de bocas, cubiertos
y platitos de café,
compramos nafta, gaseosas
toneladas de comida,
nos hundimos en el mar helado,
y cada vez que volvíamos
un poco más bronceados
ese perro estaba ahí
como la prueba de algo
capaz de amenazar nuestra tranquilidad
y la de todos los desconocidos
que se acostaban en las camas
de esa ciudad.
la última mañana,
cuando bajamos con valijas,
daba vueltas en la cocina,
ni siquiera nos vio irnos,
ni vio tampoco
el alivio con el que cerramos
las puertas de los autos
bajo el sol potente de ese día.
* * *
a León
entre los dos
tendimos la cama de una plaza
y nos acostamos boca arriba
en esa pieza:
una lámpara sobre nuestras cabezas,
paredes pintadas alrededor,
muebles que eligieron padres muertos
siguiendo el impulso del gusto.
dos cuerpos iguales
no pueden perpetuar la especie,
la corrigen.