Espacio para el psicoanálisis

El niño y los (malos) hábitos

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En términos generales, cuando se habla de “malos hábitos” suele hablarse en realidad de la falta de ellos, como sucede con los padres que consultan porque no saben cómo hacer para que su hijo se siente a la mesa o para que se bañe o respete la orden de ir a dormir. Foto: Archivo

Luciano Lutereau (*)

La infancia es un momento de constitución de hábitos. Es cuando somos niños que aprendemos las cosas más importantes de la vida. Y, por cierto, es a través del juego que nuestra costumbre se organiza. Esta relación entre los hábitos y el juego es algo que ha destacado el filósofo Walter Benjamin en su ensayo “Juguetes y juego” (1928) en los siguientes términos: “El juego, y ninguna otra cosa, es la partera de todo hábito. Comer, dormir, vestirse, lavarse, tienen que inculcarse al pequeño en forma de juego, con versitos que marcan el ritmo. El hábito entra en la vida como juego; en él, aun en sus formas más rígidas, perdura una pizca de juego hasta el final”.

A partir de esta observación, puede pensarse en el modo en que por lo general un niño se inicia en las primeras comidas (por ejemplo, a través del juego del avioncito); o incluso podríamos notar cómo una actividad que consideraríamos instintiva, como el dormir, requiere también de que sea enseñada. Sin duda un niño se cansa, o bien tiene sueño, pero el dormir es un hábito que, muchas veces, requiere que sea el adulto quien lo introduzca (para el caso, a través de bajar las luces de la casa, disminuir las voces y los sonidos, preparar la habitación, etc.). Por último, lo interesante en el comentario de Benjamin es que esa iniciación se realice a través del juego entendido como ritmo, como forma de organización temporal. He aquí el sentido de por qué el mundo de los niños está envuelto con canciones y, prácticamente, el tiempo de la infancia sea profundamente musical.

Ahora bien, ¿qué ha pasado en los últimos años, cuando nos encontramos que muchas veces se nos consulta a los psicoanalistas por los malos hábitos de los niños? En términos generales, cuando se habla de “malos hábitos”, suele hablarse en realidad de la falta de ellos. Así, los padres que consultan nos confían que no saben cómo hacer para que su hijo se siente a la mesa, o bien para que se bañe, etc. Se trata de un hecho, curioso, en función del cual me pregunté con frecuencia: “¿Qué podría decirle un psicoanalista a un padre respecto de la situación de que su hijo no cumpla con las pautas mínimas de convivencia en un hogar?”. En efecto, la mayor parte de las veces consideré que no se trataba de un síntoma del niño, sino de un aspecto de la relación con los padres y de la posición de éstos últimos. En estos días, en suficientes casos, suelo corroborar la actitud de padres destituidos de su función antes que niños ingobernables. En cierta ocasión, por ejemplo, recuerdo que una madre me dijo, con cierto aire de broma: “Es increíble cómo se porta con vos, ¿no querés venirte a casa unos días?”, a lo que respondí con seriedad (especialmente porque me interesaba que escuchara el significado de su inquietud): “¿De veras usted preferiría que yo me ocupe de la crianza de su hijo?”.

Dicho de otro modo, el sentido latente de la denuncia de la falta de hábitos en los niños remite a nuestro “modo habitual” de relacionarnos con ellos. ¿Qué tiempo dedicamos a compartir experiencias con nuestros hijos? De acuerdo con los términos de Benjamin, ¿cuántas veces abandonamos la libertad de aprender jugando, al pedir que el niño realice nuestros deseos como por arte de magia? Pedimos a los niños que se adapten a nuestro cansancio, a nuestra demanda de que se dejen alimentar de manera prolija y ordenada, que se bañen sin rodeos; en definitiva, esperamos que realicen de manera eficiente las más diversas actividades, cuando el mundo de la infancia avanza en sentido contrario al de la utilidad y la ganancia de tiempo.

En resumidas cuentas, diría que si la mayoría de las veces los niños no se incluyen en el uso habitual del tiempo, es porque antes no los hemos invitado a incluirse en este aspecto de la vida cotidiana. Recuerdo el caso de una mujer que me contara una situación ilustrativa con su hija, refractaria a los tiempos de la mesa, a la que le pregunté: “¿Usted cocina con su hija, o prepara rápido la comida y luego espera que ella venga y coma?”. Muchas veces creemos que tenemos que hacer todo rápido como cuando estamos en el trabajo, como si vivir en familia fuera un trabajo más, y pensamos que el juego de los niños es algo que ellos hacen por su cuenta, que deban dejar a un lado para venir a encontrarse con los adultos.

En otra ocasión, un padre me contaba que su hijo no aceptaba dormirse a la hora en que lo enviaban a la cama. Mientras hacía el relato de la cuestión, chequeaba algo en su celular; entonces, le pregunté: “Y, ustedes, ¿qué hacen cuando lo acuestan?”. En efecto, era muy difícil que el niño se durmiese si esperaban que lo hiciera sin atender a que inicialmente se trata de dormirse con él, acompañarlo a ese estado de pesadez que es la duermevela y la entrada en el sueño. Este mismo niño, en otra oportunidad, le había dicho a su padre que lo enviaba a jugar mientras él se ocupaba de cortar el pasto: “Lo que pasa es que vos no querés compartir”. ¡Cuán apropiado este diagnóstico! Por lo demás, desde muy temprano sabemos que el primer juego que se aprende en el jardín de infantes es el de prestar lo propio.

Para concluir, entonces, una última reflexión sobre el juego: mucho antes de estar preparado neurológicamente, incluso de decir una palabra, el ser humano se dispone al juego. Esta capacidad es la que lo diferencia de los animales. Éstos últimos, a decir verdad, no juegan. El gato que corre detrás de un ovillo repetirá de modo constante ese reflejo innato. El perro que busca un palo a la distancia, despliega una forma elaborada y tímida del instinto de persecución. Sin embargo, jamás veremos a un animal jugar a esconder algo; sin duda, los animales esconden objetos, pero no juegan a hacerlo, por el mero placer de volver a encontrarlos. En el caso de un niño, todos los primeros juegos consisten en el arte de manifestar la alternancia entre lo que aparece y desaparece (la sabanita, la propia cara entre las manos, la escondida, el juego del paquete, la búsqueda del tesoro, el veo-veo, etc.). Con eso que se esconde, se pone entre paréntesis nuestra vida utilitaria, para que el único tiempo que importe sea el de la complicidad de la búsqueda. En última instancia, todo hábito nace en la complicidad del juego; y éste último proviene de la capacidad que el adulto tenga de imprimirle un ritmo distinto al ajetreo cotidiano.

Adquirir hábitos no es coleccionar destrezas un perfeccionamiento adaptativo sino un aprendizaje de los tiempos que los otros han compartido con nosotros.

(*) Psicoanalista. Lic. en Psicología y Filosofía por la UBA. Magíster en Psicoanálisis por la misma Universidad, donde trabaja como docente e investigador. Es también profesor adjunto de Psicopatología en Uces. Autor de, entre otros libros: “Los usos del juego” (2012) y “¿Quién teme a lo infantil?” (2013).