Origen de la residencia presidencial de Olivos
Miguel de Azcuénaga. Foto: Archivo
Juan Pablo Bustos Thames
La legendaria residencia de Olivos, ubicada a unos diez kilómetros al norte de la ciudad de Buenos Aires, en la localidad del mismo nombre es, seguramente, uno de los edificios que simbolizan la investidura presidencial en la República Argentina. Ahora bien, ¿cómo es que este extenso predio, de alrededor de treinta y cinco hectáreas, llegó a ser la residencia del titular del Poder Ejecutivo, en nuestro país?
En tiempos de Garay
Juan de Garay fundó, por segunda vez, la ciudad de la Trinidad y el Puerto de la Santa María de los Buenos Aires el 11 de junio de 1580. En su expedición originaria, desde Asunción del Paraguay, Garay vino acompañado por sesenta y cuatro hombres y una mujer (Ana Díaz), con sus respectivas familias.
Entre estos primeros habitantes porteños, Garay repartió las extensas parcelas en las que dividió la tierra anexa al poblado que acababa de fundar. Después de lotear los terrenos, el fundador distribuyó, por sorteo, qué le tocaba a cada colono que trajo desde el Paraguay. Al militar Rodrigo de Ibarrola le tocó el número treinta y nueve; y por la suerte, se convirtió en propietario del siguiente e interesante lote de tierras: 1) El cuarto de una manzana próxima a la Plaza Mayor (la actual Plaza de Mayo), detrás del Cabildo porteño. 2) Una huerta de aproximadamente una manzana de dimensión, en el actual barrio de Constitución; que por entonces quedaba ubicado al sur del poblado originario. 3) Una extensa “chacra” de aproximadamente trescientas varas de este a oeste (equivalentes a unos 250 metros actuales), contados a partir de la barranca del río, hacia el interior; por una legua de largo (unos cinco kilómetros paralelos al río). Era una línea de “chacras” que nacía cerca de la actual plaza de Retiro hacia el norte, y terminaba en San Fernando. Era una forma de darles a los primitivos colonos porteños una extensión adicional de terreno, para su explotación agropecuaria, fuera del ejido urbano. Así nació la costumbre de muchos vecinos de tener una vivienda en la ciudad y una “chacra” o “quinta” en el norte de la ciudad; tendencia que, con sus variantes, continúa hasta estos días.
Dentro de esta última extensa parcela del lote adjudicado a don Rodrigo estaba comprendido el terreno donde ahora se erige nuestra “quinta presidencial”, en la localidad de Olivos; demarcado por las calles Villate, Malaver, Av. Maipú y vías del Ferrocarril Gral. Mitre. Ocurre que en ese entonces, la ribera del Río de la Plata llegaba a sus inmediaciones. Por algún motivo, Rodrigo de Ibarrola no se asentó definitivamente en la nueva urbe; y al poco tiempo retornó a Asunción, donde parece haberse sentido más cómodo que en la primitiva aldea porteña.
En el siglo XVIII
No sabemos bien cómo se fue transmitiendo la propiedad del lugar donde hoy está ubicada la quinta, a raíz de que no existía un sistema registral en la época, y tampoco se conservan todos los archivos de la Buenos Aires colonial. Sí se sabe que en 1774, don Manuel de Basavilbaso -que era administrador general de correos de la ciudad- adquirió esa porción de la “chacra” originaria de don Rodrigo, a don Pedro Morán. Al fallecer don Manuel, lo sucedió su única hija, Justa Rufina de Basavilbaso y Garfias; quien se casó con un primo hermano suyo, que luego sería famoso: don Miguel Ignacio de Azcuénaga y Basavilbaso. El padre de Justa Rufina era hermano de la madre de Miguel.
Miguel se destacaría luchando en las Invasiones Inglesas; con posterioridad, como vocal de la Primera Junta de Gobierno, en 1810. En 1812 ocuparía el cargo de titular de la gobernación - intendencia de Buenos Aires; con lo que llegó a ser el primer gobernador de la actual provincia de Buenos Aires. En 1819 Azcuénaga fue diputado al Congreso de Tucumán, que entonces ya sesionaba en la Capital. En 1828 intervino en las negociaciones de paz con el imperio del Brasil. Al fallecer, en la misma Quinta de Olivos, el 19 de diciembre de 1833, el veterano brigadier general Miguel de Azcuénaga integraba la Legislatura porteña. El 5 de febrero de 1818 había fallecido su esposa.
En vida de ambos, Miguel y Justa Rufina disfrutarían la quinta, donde se había construido una casa como residencia de descanso. Allí compartirían momentos de reposo, alejados de su casa de la ciudad, ubicada frente a la plaza de Monserrat (donde hoy queda la plazoleta Provincia de Jujuy, frente al edificio del ex Ministerio de Obras Públicas, sobre Av. 9 de Julio, entre Moreno y Alsina).
La casa de la “Quinta” era sencilla y construida al estilo colonial: de una sola planta, de paredes de adobe blanqueadas y techo de tejas; cuyo frente daba hacia la barranca del río. Muchas de las prominentes familias patrias de entonces eran vecinas de los Azcuénaga; y tenían también residencias de descanso en la zona norte de la ciudad. Uno de los hijos del matrimonio, Miguel José, conocido en la familia como “Miguelito”, para distinguirlo del padre, heredó luego la propiedad; que los Azcuénaga denominaban “Chacra Nueva” para diferenciarla de la “Chacra Vieja”, que heredaría su hermana Manuela.
La “Chacra Nueva”
En la “Chacra Nueva” Miguelito se dedicó a criar caballos de raza. Los vecinos comenzaron, entonces a denominarla la “Cabaña de los Azcuénaga”. Tiempo después, Miguelito requirió a su amigo y contemporáneo, que además era el más prestigioso arquitecto argentino de entonces, Prilidiano Pueyrredón (único hijo de Juan Martín de Pueyrredón), que diseñara una nueva casa más cómoda y acorde con los nuevos tiempos. Prilidiano se había graduado en el Instituto Politécnico de Francia, y era, además de arquitecto, un reconocido pintor, escultor y artista.
Pueyrredón puso manos a la obra, y en 1851 confeccionó los planos de su primera edificación importante en nuestro país: la hermosa casa neoclásica que sustituyó a la vetusta vivienda colonial de los Azcuénaga. Su frente es, con pocas adecuaciones, la que conocemos hoy. Poco tiempo después Prilidiano dejó los planos de la casa en manos de Miguelito Azcuénaga, y se dirigió a Cádiz, aquejado por un desengaño amoroso, con una prima suya, que no había correspondido sus cortejos. Al regresar, en 1854, recién pudo ver cómo había quedado concluido su magnífico proyecto de la casa en la Quinta de Olivos. El diseño de Prilidiano era novedoso, basado en una seguidilla de terrazas divergentes, en tres niveles que, abriéndose en diagonal, van convergiendo hasta transformarse en un hermoso mirador, en la cima.
Por esa época se llevó a cabo un hermoso e importante trabajo de parquización. Intervino el famoso paisajista francés Charles Thays, quien embelleció la rudimentaria chacra colonial plantando tipas y araucarias, que aún ornamentan la propiedad.
Hacia 1863 el ferrocarril llegó a la estación de “Olivos”, siguiendo una traza paralela al antiguo “camino del bajo” que, desde las actuales Paseo Colón, Leandro N. Alem y Libertador, bordeaba por entonces el cauce del río y conducía hacia el norte del conurbano. Las vías partieron en dos a la “Cabaña de los Azcuénaga”, quienes debieron cerrar el ingreso principal por el camino del bajo, y habilitar entradas laterales y otra sobre la naciente Av. Maipú que se empezaba a poblar de nuevos vecinos al compás del parcelamiento creciente que sufría la entonces villa de Vicente López.
Miguel José de Azcuénaga Basavilbaso murió soltero y sin descendencia el 19 de enero de 1873. De allí, la propiedad pasó a la descendencia de su hermana Manuela de Azcuénaga. Primero su hija (y sobrina de Miguelito), María Rosa Martina de Olaguer Feliú Azcuénaga. Fallecida ésta, la heredó, en 1903, su único hijo: Carlos Villate Olaguer Feliú; bisnieto del brigadier general Miguel de Azcuénaga; quien tenía treinta y un años de edad.
A manos del Estado
Carlos Villate Olaguer era soltero y de fortuna. Viajaba seguido a París. Durante sus transitorias estancias en el Plata, residía en la “Chacra Nueva” y desde allí administraba sus numerosas propiedades y hacienda. Tenía un muelle sobre la barranca que daba al río, donde amarraba a su yate, para dirigirse a Buenos Aires cuando lo necesitaba. Como no tenía descendencia, y pese a su juventud, notando que su salud declinaba irremediablemente, Carlos testó poco antes de morir, el 20 de abril de 1918, a los cuarenta y seis años de edad.
Fiel a la generosa tradición de los Azcuénaga, los Basavilbaso, los Santa Coloma y los Olaguer, familias ilustres y patricias de las que descendía, Carlos Villate dispuso el traspaso de la histórica chacra de los Azcuénaga al gobierno nacional “para que pueda hacer asiento o residencia veraniega” del presidente de la Nación.
Este legado fue aceptado a poco de morir Villate, el 30 de septiembre de 1918, mediante decreto del entonces presidente Hipólito Yrigoyen. Villate había establecido que en caso de que el gobierno no aceptara la donación, “es mi voluntad sea construido un gran parque, donándolo al gobierno nacional para beneficio público y pulmones de la población, que se denominará Parque Azcuénaga”.
La aceptación se efectivizó formalmente el 3 de septiembre de 1920, por ante el Juzgado Civil a cargo del Dr. Uladislao Padilla; donde se tramitaba la sucesión de Carlos Villate Olaguer. Así es como esta histórica “cabaña” pasó a propiedad del Estado nacional.
El presidente Yrigoyen, pese a haber aceptado este legado, jamás ocupó la residencia y envió al Dr. Honorio Pueyrredón a tomar posesión de la misma en nombre del gobierno. El primer mandatario que usaría la residencia, aunque de modo esporádico, sería el presidente de facto, Gral. José Félix Uriburu a partir del verano de 1931. Y el primero que la ocupará en forma permanente (de donde tomaría el nombre de “Residencia Presidencial de Olivos”) será el también presidente de facto, Gral. Pedro Eugenio Aramburu, a partir de 1955. Fue el inicio de una costumbre que, en mayor o menor medida, han seguido casi todos los que lo sucedieron.