De nuestra historia

La salud y los últimos días de Manuel Belgrano

Por Juan Pablo Bustos Thames

Manuel Belgrano nunca gozó de buena salud en su adultez. En cambio, el Gral. José de San Martín, pese a sufrir numerosas enfermedades y achaques, tenía un mayor vigor físico, y logró siempre sobreponerse a sus males, para fallecer recién en su ancianidad.

En forma previa a la batalla de Salta, eran tan fuertes los dolores que sufría Belgrano que pasó mucho tiempo postrado en su carruaje, con frecuentes vómitos de sangre. Como no podía montar; desde allí dio las indicaciones iniciales para la batalla. Hubo momentos que hasta llegó a perder la noción de lo que estaba ocurriendo. Dicen los especialistas que el origen de esos vómitos era indudablemente gástrico, pues por lo que sabemos, aparecían y terminaban súbitamente. La cuestión es que con el correr de las horas, y aliviados los dolores, consiguió incorporarse y pudo montar a caballo para dar las indicaciones finales en la batalla, coronando el mayor triunfo de su carrera militar.

Algunos creen que lo aquejaba una sífilis adquirida en sus años de juventud y estudios universitarios en España. Ya el 16 de noviembre de 1796, mientras servía como secretario perpetuo del Real Consulado de Buenos Aires, tres médicos (el doctor Miguel Gorman del Protomedicato, y los licenciados Miguel García de Rojas y José Ignacio de Arocha) expresaron que “padecía varias dolencias” y le diagnosticaron “un vicio sifilítico” y complicaciones originadas por el influjo del país, razones por las que aconsejan “la necesidad de mudarse de país a otro más adecuado, y análogo a su naturaleza, en cuya virtud nos consta que pasó al de Montevideo y Maldonado”. Ahora bien: ¿fue afectado Belgrano por sífilis? Es poco probable; habida cuenta de que a la descendencia de Belgrano no se le han detectado estos síntomas. Tampoco se registró esta enfermedad en las parejas que supo tener el general.

Fallas de diagnóstico

¿Qué pudo haber ocurrido entonces? En esa época no estaba muy bien diferenciado el diagnóstico de las distintas enfermedades de transmisión sexual; y era común que los médicos confundieran unas con otras, o bien que no evaluaran adecuadamente el mal que aquejaba al futuro general. Además de ello, los síntomas de la sífilis son comunes a los de otras enfermedades.

Durante el año anterior a esa revisión médica, ya había tenido varias recaídas en su salud. En 1795, debió guardar reposo y durante 7 meses solicitó licencia para trasladarse a Montevideo y recuperarse, cambiando el clima de la capital por otro más benigno. En varias oportunidades, debió solicitar licencia, para poder atender su salud, siendo reemplazado en su cargo por su primo Juan José Castelli, mientras duraba su convalecencia en la Banda Oriental o en la quinta de su hermana en San Isidro.

Ya en el Alto Perú, Belgrano fue afectado de paludismo, conforme lo relata al gobierno en nota de fecha 3 de mayo de 1813: “Estoy atacado de paludismo-fiebre terciana, que me arruinó a términos de serme penoso aun el hablar; felizmente lo he desterrado y hoy es el primer día, después de los doce que han corrido que me hallo capaz de algún trabajo”. El mayor Emilio Loza narrará en forma concordante: “La salud de Belgrano es un elemento que debe tenerse en cuenta, su espíritu estaba amargado por las continuas exigencias del gobierno y decaído por las rivalidades y ambiciones de los jefes de los cuerpos”.

Con posterioridad, en 1815, Belgrano es enviado a Londres en misión diplomática junto a su amigo Bernardino Rivadavia, ciudad a la que llegó enfermo. Sin embargo, pareciera que en su estadía londinense, el general se restableció de sus dolencias; en especial del paludismo; ya que hasta su regreso a Tucumán, en 1816, no se volvieron a registrar padecimientos de salud.

Belgrano también padecía de trastornos digestivos, dispepsia (digestión difícil), e inflamaciones en la zona abdominal, probablemente originados en factores nerviosos o psicosomáticos. Otros creen que la falta de jugos digestivos causaba este problema, o el déficit alimentario producto de su vida militar, plagada de carencias, como consta en diversos documentos.

Aparentemente, su salud empezó a agravarse entre 1818 y 1819. El 1º de febrero de 1819, Manuel, cumpliendo órdenes del gobierno, se puso al frente del Ejército del Norte, acantonado en Tucumán, y salió de campaña contra los caudillos federales del Litoral (José Gervasio Artigas, Estanislao López y Francisco Ramírez) que retaceaban apoyo a los ejércitos patrios y desafiaban a las autoridades nacionales, desconociendo al director Juan Martín de Pueyrredón y al Congreso que había declarado nuestra Independencia. A diferencia del Gral. San Martín, Manuel Belgrano obedeció esas órdenes y acudió a socorrer al Directorio y al Congreso de Tucumán (que en esa época ya funcionaba en Buenos Aires), ante el riesgo de desintegración del país.

Espíritu de sacrificio

Por esa época, su enfermedad estaba ya bastante avanzada. Sus amigos y su médico le aconsejaron que no fuera personalmente con la expedición; pues bien podía enviar a otro oficial a cargo. Pero Belgrano se negó. Intuía que, si él mismo no comandaba al ejército, éste corría el riesgo de desintegrarse.

En una travesía de Tucumán hacia Córdoba, el viajero inglés Samuel Haigh se cruzó con Belgrano y su ejército y dejó un claro testimonio del deplorable estado en el que encontró a ambos: “Apenas habíamos andado dos leguas por la mañana, cuando encontramos toda la fuerza del general Belgrano, compuesta de tres mil hombres, en camino al interior. Los soldados iban en estado lastimoso, muchos descalzos y vestidos con harapos; y como el aire matinal era penetrante, pasaban tiritando de frío, como espectros vivientes... Belgrano nació en Buenos Aires, y tenía reputación de ser muy instruido, pero no fue un general afortunado. Entonces, debido a su debilidad, no podía montar a caballo sin ayuda extraña, y no parecía capaz del esfuerzo requerido para guerrear en las pampas. Su persona era grande y pesada...”. Ya se evidenciaba en este testimonio -alrededor de un año antes del fallecimiento del prócer-, que su cuerpo se encontraba hinchado y deformado, a raíz de su enfermedad.

En el Museo Mitre, existe una carta escrita en la Posta de la Candelaria, el 7 de abril de 1819; dirigida a su sobrino político, el ex director Supremo, el coronel peruano Ignacio Álvarez Thomas; donde le cuenta que tiene afectados el pulmón; y el pecho. También el muslo y la pierna derechos; lo que obliga a sus soldados a ayudarlo a montar y bajar del caballo.

Su salud empeora

En mayo de 1819, con el Ejército del Norte, se moviliza hacia Cruz Alta, localidad distante a unos 200 km al sureste de la ciudad de Córdoba, justo en el límite con Santa Fe. En medio del duro otoño cordobés, Belgrano se instaló en un rancho miserable, y padeció frío, humedad y lluvia. No tenía comodidades y eso agravó más aún su salud.

A principios de junio, se trasladó a Capilla del Pilar, a 50 km al sur de Córdoba, sobre el río Segundo. Su salud empeora, ya no consigue conciliar el sueño. Su respiración se torna difícil. Por la hinchazón en sus pies y piernas se le complica caminar; cuando antaño tenía un andar ligero y sin dificultades; pues era de caminar casi corriendo. Su desazón ante el estado institucional de la Patria complica aún más su padecer físico.

Sus allegados convocan al Dr. Francisco de Paula Rivero; quien le diagnostica una hidropesía avanzada; que es la retención de líquido en los tejidos. No es una enfermedad autónoma, sino un síntoma por el cual se manifiestan, básicamente, enfermedades de los riñones, del corazón y del aparato digestivo.

Anoticiado del estado de salud de Belgrano, el gobernador de Córdoba, Dr. Manuel Antonio de Castro le ofreció trasladarse a la ciudad de Córdoba, para poder tratarse mejor, y descansar adecuadamente. Belgrano le respondió en estos términos: “La conservación del ejército pende de mi presencia; sé que estoy en peligro de muerte, pero aquí hay una capilla donde se entierran los soldados. También puede enterrarse en ella al General. Me es agradable pensar que aquí vendrán los paisanos a rezar por el descanso de mi alma”.

Desengaños y última travesía

A fines de agosto de 1819, y con la perspectiva del arribo de la primavera, Manuel se siente levemente mejor. Pero su ilusión será efímera. Apenas dos días después, los dolores, el cansancio y sus crónicos males recrudecen con fuerza. Entonces se dirige al Director Supremo y predecesor suyo en el mando del Ejército del Norte, Gral. José Rondeau, y le pide licencia para regresar a Tucumán; muy probablemente para conocer a su hija tucumana, Manuela Mónica, que había nacido el 4 de mayo; y estaba a punto de cumplir 4 meses. Tan mal se sentía que, sin esperar la respuesta oficial, el 11 de septiembre dispuso su propio relevo en el Ejército. En su despedida, visiblemente emocionado, arengó a sus hombres por última vez: “Me es sensible separarme de vuestra compañía, porque estoy persuadido de que la muerte me sería menos dolorosa, auxiliado de vosotros, recibiendo los últimos adioses de la amistad”.

El Gral. Belgrano había elegido pasar sus últimos días en Tucumán, en compañía de la mujer que amaba (Dolores Helguero), y a la cual, por sus obligaciones militares, había dejado por más de 7 meses atrás, así como a su hija recién nacida.

Luego de una dura travesía, Manuel llegó a Tucumán y se recluyó en su casa, que era sencilla y sin comodidades. Según nos cuenta su amigo tucumano José Celedonio Balbín, “era de techo de paja, sus muebles se reducían a doce sillas de paja, dos bancos de madera, una mesa ordinaria, un catre pequeño de campaña con delgado colchón que casi siempre estaba doblado”. A diferencia de lo que imaginaba, a poco de llegar se enteró que la madre de su hija, Dolores Helguero, se había casado con un señor catamarqueño, mayor que ella. Nuevo dolor. Y le esperaban otros: una asonada instigada por Bernabé Aráoz, viejo amigo ahora resentido por razones políticas, celoso de su ascendiente, irrumpió en su casa y los hombres pretendieron colocarle cadenas y grillos en sus pies. Belgrano estaba postrado en cama y la oportuna intervención de su médico, el norteamericano Joseph Redhead, evitó que lo concretaran. El general, humillado y defraudado, emprendió el regreso a Buenos Aires en 1820 sin un peso en el bolsillo. Fue su última travesía, para morir en su ciudad natal.