El incidente literario
El incidente literario
La resonancia del nombre
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Las palabras tienen una larga resonancia a lo largo del tiempo. Nadie escapa de sus propios sonidos. Foto: Archivo El Litoral
Santiago de Luca
Los nombres de los personajes en la literatura no son gratuitos. En la vida tampoco. En los nombres puede habitar con el sonido un programa estético, filosófico, amoroso o el azar que hace surgir lo inesperado para revelarnos el rostro. Así, por ejemplo, en el nombre del faraón en el antiguo Egipto había fijado un sentido “sagrado”. Amenhotep significaba “hágase la voluntad de Amón”. Y después del cambio político y religioso el faraón tomó el nombre Akenatón que significaba “útil a atón”.
Derrocado el dios Amón, fue el nuevo dios Atón el que se introdujo en el nombre. Las palabras no son inocentes. Ponerle el nombre a una persona tampoco. Nominar no es una etiqueta que se añade a la persona. La palabra forma parte de eso que somos. El nombre añade, connota, no sólo señala. Además, el nombre es un destino. Los grandes personajes de la historia hoy son un nombre, unas pocas sílabas casi sin rostro. Intercambiando cartas con Paul Auster, J.M. Coetzee reflexiona sobre el nombre en el libro “Here and Now”, y le confiesa a su interlocutor que estuvo pensando sobre el significado de su nombre, sobre su correspondencia o exactitud. Recuerda que Franz Kafka le dio sólo una letra como nombre a su personaje, evocando toda la fuerza alusiva de esa letra del alfabeto. Termina reconociendo que el nombre es un destino y por esta razón Edipo significa pie-hinchado. El único inconveniente sería que el nombre dice el destino como lo decía el oráculo de Delfos, en la forma de un acertijo. “Only as you lie on your deathbed do you realize what it meant to be Tamerlane or John Smith or K” (“Sólo cuando yazcas sobre tu lecho de muerte te darás cuanta qué significaba ser Tamerlán o John Smith o K”). En la literatura, hay que detenerse en los nombres, en su corazón verbal hasta abrirlos porque cuando decimos estas palabras estamos tocando seres, creados con vocales y consonantes, que nos acompañarán de una manera real o incluso más real que algunos sólo de cuerpos pero intrascendentes para nuestra psiquis.
En muchos de los nombres de los personajes literarios están indicadas sus cualidades o las historias que lo determinan. Pensemos en el capitán Ahab obsesionado con la ballena blanca. La prótesis del capitán hace alusión a Edipo, a quien se le mutiló los pies cuando era un bebé. En este capitán, hay una facultad, pero en exceso. La obsesión de la búsqueda. Para la grandeza tiene que haber una enfermedad, sostenía Ismael el narrador de Moby Dick, que comienza su relato aclarando su nombre: “Llamadme Ismael”. Pero antes de este Ahab hubo otro Ahab que proyecta la sombra de su nombre sobre el capitán obsesionado. Ahab -o Ajab- es un personaje bíblico. Fue un Rey de Israel que desarrolló continuas batallas. Finalmente, este rey murió guerreando atravesado por una flecha. No se trata de ser supersticiosos, pero en la literatura las palabras pesan y los nombres definen los destinos.
Las palabras tienen una larga resonancia a lo largo del tiempo. Nadie escapa de sus propios sonidos. En el poema de Borges “Jacinto Chiclana” se lee: “Señores, yo estoy cantando/ lo que se cifra en el nombre”, como si de alguna manera el nombre sería el receptáculo de una cifra, de un símbolo o de una clave. Detrás de esta idea sobre el poder del nombre hay una larga tradición, tanto en el judaísmo como en el Islam. Cuando Moisés le pregunta su nombre al Dios Yahvé, sólo obtiene como respuesta: “Soy el que soy”. Pronunciar el nombre de Dios estaba prohibido bajo pena de muerte. Un nombre demasiado sagrado para el lenguaje humano. Saber un nombre es saber un secreto. En el Islam, hay 99 nombres para Alá. En realidad, son todos adjetivos que mencionan los atributos de la divinidad. Pero falta el número cien, el sustantivo.
Cuando uno se entrena en lo que dice el nombre comienza a percibir qué une a las familias de nombres. Así por ejemplo, tanto en Lucía, Lucrecia o Lucio resuena la palabra luz. Jaime, Diego y Yago remiten al mismo nombre hebreo Jacob. Podríamos formar interminables cadenas de nombres sostenida por un mismo árbol que resuena y resuena en cada uno de sus elementos.
Relacionado con este nominalismo tenemos el título de la gran novela de Eco “El nombre de la rosa”. La clave del título la encontramos al final del relato velada bajo el ropaje de una cita en latín. Así termina la novela: “Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomine nuda tenemos”. Ahora, si nos tomamos el trabajo de traducir la frase latina nos acercamos al elogio al nominalismo que encierra. Se trata de un verso de un benedictino del siglo XII, Bernardo Morliacense (modificado “maliciosamente” por Umberto Eco), y una de sus posibles traducciones sería que “de la antigua rosa no nos queda más que el nombre. Conservamos nombres desnudos”. Otra traducción más literaria sería que la rosa se conserva fresca sólo en el nombre. Verdadera transubstanciación del cuerpo en su nombre. A final del cuento, si el monje benedictino no se equivocaba y de todo lo que desaparece, y desaparece todo, sólo nos quedan nombres, Julio no tendría razón. Todo no pasa. Queda el nombre.