Espacio para el psicoanálisis
Espacio para el psicoanálisis
La filiación adolescente
Luciano Lutereau (*)
Sigmund Freud decía que cuando dos personas piensan lo mismo hay una que no piensa. Por lo tanto, para pensar es preciso rechazar una identificación. No puedo ser igual al otro si quiero pensar, no puedo pensar lo mismo. A lo que cabe agregar una segunda variable, que es el amor: quien ama suele tomar rasgos del amado, es decir, por lo general para dejar de amarlo. Es lo que ocurre en las relaciones de pareja, cuando pasa que dos personas se empiezan a parecer en rasgos que antes no compartían; es sabido que si las identificaciones avanzan, vendrá la separación. Lo demuestra el período del duelo, en el que muchas veces alguien se encuentra extrañando aquello de lo que se quejaba en el otro o, directamente, reproduciendo rasgos del otro que ya no está.
Este mismo esquema se aplica a la relación entre las generaciones. El vínculo amoroso de los hijos con los padres, en la adolescencia, no podría resolverse por la vía posible de la identificación, ya que de este modo quedaría cancelado el amor, que se transformaría en odio. ¿No es una de las lecciones de la vida, la que nos enseña que esos rasgos que más odiamos en nuestros padres son los mismos que descubrimos en nosotros con el tiempo (es decir, los que obtuvimos por identificación)? Buena parte del amor de los hijos hacia los padres se absorbe con identificaciones que mutan el amor en hostilidad (y que con el tiempo se recupera en la gratitud); pero hay otra parte del amor que tiene un destino diferente. Me refiero a la transmisión de una deuda.
Una relación entre dos generaciones supone el reconocimiento de una deuda con los predecesores. Un ejemplo típico lo establece el orgullo con que hijos universitarios realizan el deseo de padres que no pudieron hacerlo. Lo pendiente en una generación siempre se transmite a la siguiente, que tendrá que tomar esa deuda y responder al deber que impone (no necesariamente para cancelarla). En este punto, la transmisión de deuda es la operación fundamental de la filiación y el trabajo psíquico de la adolescencia consiste en poder seguir siendo hijos pero ya no niños. La adultez no quiere decir dejar de ser hijos, sino dejar de serlo desde una posición infantil. Esto es algo que se observa cuando los jóvenes quieren independizarse y no quieren recibir ninguna ayuda de los padres, porque consideran que esto los infantiliza; pero mucho más infantil es imponerse severos sacrificios y no poder aceptar lo que el otro puede dar, ¿hay posición más infantil que la de quien se esfuerza por demostrar que no es un niño?
En el acto de filiación se transmite una deuda, pero lo más significativo es que esta deuda es atribuida por el hijo a los padres. Quien todo el tiempo espera que sus padres lo ayuden es un niño; quien no quiere recibir nada es un adolescente; mientras que el adulto no es quien deja de ser hijo, sino quien puede reconocer en aquello que dieron los padres (que nunca es lo que se hubiera querido) una relación de deuda a la que responder con gratitud.
(*) Psicoanalista, Doctor en Filosofía y Doctor en Psicología (UBA). Coordina la Licenciatura en Filosofía de Uces. Autor del libro “Más crianza, menos terapia” (Paidós, 2018).