Por Rogelio Alaniz
Tenía ojos verdes y cabellos dorados, la risa espontánea y la mirada traviesa. Martín Miguel de Güemes la tuvo en sus brazos cuando apenas tenía cuatro años; después estuvo en los brazos de muchos hombres, algunos tan valientes como Güemes, otros no tanto, pero entonces ya no era una niña y la que elegía era ella. Los que la conocieron coinciden en destacar su belleza, pero no era una mujer linda en el sentido convencional y ligero de la palabra. Ocurre que su belleza podía estar en los detalles más que en el conjunto, pero era siempre una belleza extraña, exigente, un belleza que no se imponía, se sugería, se insinuaba, como una caricia, una sonrisa o un suspiro. Era, por decirlo de alguna manera, una belleza inteligente, una belleza que había que aprender a apreciar, porque no bien se prestaba un mínimo de atención se descubría que esa belleza había sido conquistada, construida, más allá de los ojos verdes y los cabellos rubios. Sonreía con facilidad, lo hacía para seducir, caer simpática o simplemente porque era bien educada. Su sonrisa podía ser dulce, burlona, comprensiva, pero nunca ofensiva o hiriente; a veces atraía, a veces marcaba distancias que nadie se animaba a franquear. La primera vez que el hombre que habrá de ser su marido se acercó a hablar con ella, lo recibió con una sonrisa; cuando se despidió de él para irse a vivir a Lima, lo hizo también con una sonrisa. Era lo que se dice una mujer alegre, y esa alegría cautivaba a los hombres y resentía a más de una mujer. Como toda mujer que se propuso ir más allá del rol asignado por la tradición, fue más amiga de los hombres que de las mujeres. Con ellos, podía ser amante, amiga o confidente; con ellas, a lo sumo alternaba socialmente. Digamos que no tenía nada contra las mujeres, pero se sentía más cómoda con los hombres. Juana Manuela Gorriti miraba el mundo con desenfado, y como en el mundo había hombres, a ellos también los miraba con desenfado. En un tiempo en que las mujeres se distinguían por sus rubores, ella sólo se ponía colorada cuando se enojaba; en un tiempo en que las mujeres miraban con recato y ocultaban el deseo detrás de un abanico, ella nunca bajaba la vista. Poseía el talento, el exquisito don de seducir sin proponérselo. Siempre decía que la buena mesa y la buena cama son las que aseguran el amor entre los hombres. Sabía de lo que estaba hablando. No fue una mujer feliz pero vivió intensamente. Conquistó su libertad con lágrimas y despojamientos. “No se puede sufrir tanto como yo he sufrido sin morir”, escribe poco tiempo antes de morirse. No se sabe si fue fiel a los hombres que la amaron, pero en lo que importa fue siempre fiel a ella misma. Apuró el dolor y la felicidad hasta el límite, y, en más de un caso, fue más allá de los límites. Amó la vida pero el espectro de la muerte la acompañó siempre. Vivió de acuerdo con su propio código moral y por darse ese lujo pagó un alto precio. Se propuso ser ella misma y no aceptó que nadie, hombre o mujer, le impusiera sus normas. Con sus actos impugnó el lugar que el poder asignaba a las mujeres en aquellos años. La impugnación la hizo con desenfado, con clase. Los hombres más importantes de su tiempo la respetaron, algunos la admiraron, otros la amaron. Alguna vez Sarmiento dijo de Juana Manso: “Una mujer pensadora es un escándalo y usted ha escandalizado a toda su raza”. La consideración muy bien podría extenderse a Juana Manuela. En todas las circunstancias y en todo lugar siempre se ocupó en hacer saber que era una Gorriti. Estaba orgullosa de su linaje y en todo lugar y circunstancia se propuso estar a la altura de sus mayores. Conoció la riqueza en su infancia y adolescencia, pero después vivió austeramente y más de una vez casi arañando la pobreza. Eso sí, en la pobreza o en la riqueza, siempre se consideró una patricia. Su patriciado era el de la inteligencia y el honor y no el del dinero y el mal gusto. Era, lo que se dice, una mujer elegante. Su distinción se notaba hasta en los gestos más mínimos, pero esa mujer capaz de disfrutar del lujo sin ser frívola, era capaz de recorrer cientos y cientos de kilómetros montada en mula, o de dormir en el suelo apenas tapada por una manta, o de disfrazarse de hombre para llegar a Salta sin ser reconocida por sus enemigos. “En mi vida no sólo hubo brisas, abanicos y noches embalsamadas; también hubo tempestades, terremotos, sequías y ciénagas”. La fecha de su nacimiento se discute pero hay consenso en proponer que nació a mediados de junio de 1816. En esos días, su padre José Ignacio estaba en Tucumán participando del Congreso que habrá de declarar la Independencia. Nació en la Argentina y murió en la Argentina, pero los años más importantes de su vida transcurrieron en Bolivia y Perú. De Juana Manuela podría decirse algo parecido a lo que alguna vez escribió Manuel Machado: “De mi alta aristocracia dudar jamás se pudo; no se ganan, se heredan elegancia y blasón...”. Su tío, el canónigo Gorriti integró la Junta Grande y fue uno de los ideólogos del movimiento revolucionario de Mayo. Su madre era una Zuviría y su tío Facundo fue constituyente en 1853. Por el lado de los Zuviría estaba emparentada con los Castellanos, y su prima segunda era Damasita Boedo, la amante de Juan Lavalle, la mujer que vio morir en sus brazos al “León de Riobamba”. Su hermana se casó con Manuel Puch, el hermano de Carmen, la esposa de Güemes. Su otro tío, el Pachi Gorriti, fue el ídolo de su infancia por sus proezas militares y su coraje temerario. Juana Manuela conoció la historia desde el privilegiado lugar de testigo y protagonista. Los héroes de la patria serán sus padres, sus tíos, sus parientes, los amigos de la familia. La niña aprenderá las virtudes del coraje y los secretos del poder al lado de sacerdotes, políticos y soldados que frecuentaban su hogar. Transgresora, rebelde, atrevida, siempre fue una mujer consciente del lugar que ocupaba en la sociedad. Su marido, Isidoro Manuel Belzú, fue presidente de Bolivia; su yerno, Jorge Córdova, también fue presidente de Bolivia; su amante en Lima era pariente del general Obregoso, presidente de Perú; su hija Mercedes, se casó con uno de los hombres más ricos de la exigente aristocracia limeña. En Buenos Aires será agasajada por Vicente Fidel López, Juan María Gutiérrez, Vicente Quesada, Marcos Sastre, Santiago Estrada, José Hernández, Pastor Obligado. Las esposas de Mitre y Avellaneda le rindieron honores; en Salta, será honrada por el hijo de Güemes; cuando muera en 1892 la despedirá en el cementerio el poeta Carlos Guido y Spano. Decía que Juana Manuela era alegre, divertida, pero su vida no fue ni alegre ni divertida. Tenía seis años cuando lo mataron a Güemes; catorce cuando murió su tío Pachi “la primera lanza del ejército argentino, no daba ni pedía cuartel, su audacia rayaba en el delirio”, escribirá Bartolomé Mitre, quien también se referirá en términos parecidos a los Gorriti que pelearon en la batalla de Tucumán. Después lo vio morir a su padre humillado y empobrecido por los acosos políticos y el destierro. Luego le tocó presenciar la muerte de sus hijas Mercedes y Clodomira. Sus hermanos Tadeo y Rafael, murieron trágicamente; a su hermana Mariana la encontraron sin vida en su casa y nunca se sabrá nada de esa muerte misteriosa. Pudo ser una gran señora, la esposa de un presidente o la amante de otro, pero prefirió ser escritora. La elección no le resultó fácil. El lugar de la mujer en esos años eran la maternidad y la misa diaria. Las más audaces podían en ciertas circunstancias iniciarse en la carrera militar. El caso de Juana Azurduy no fue el único, pero lo que no estaba aceptado era que una mujer eligiera el destino de escritora. George Sand parece ser la gran excepción, pero para ser escritora debió usar el nombre y el apellido de un hombre y vestirse con ropas de hombre. Juana Manuela no se prestó a ese juego. No sólo eligió ser escritora, sino que en el camino se separó de su marido y se fue a vivir a Lima con sus dos hijas sin dejar de ser al mismo tiempo, una mujer en el sentido más pleno y sugestivo de la palabra. (Continuará)
Vivió de acuerdo con su propio código moral y por darse ese lujo pagó un alto precio. Se propuso ser ella misma y no aceptó que nadie, hombre o mujer, le impusiera sus normas.
Pudo ser una gran señora, la esposa de un presidente o la amante de otro, pero prefirió ser escritora. La elección no le resultó fácil. El lugar de la mujer en esos años eran la maternidad y la misa diaria.