Por Rogelio Alaniz
Por Rogelio Alaniz
Las circunstancias, el azar, la improvisación, el destino en definitiva, permitieron que la batalla se realizara en las inmediaciones de Bailén, cuando en principio todo parecía indicar que las tropas se enfrentarían en Andújar o en algunas zonas aledañas. El escenario bélico de todos modos siempre estuvo presente en ese territorio de no más de cien kilómetros cuadrados; las expediciones militares, las maniobras de las partidas, tanto francesas como españolas, anticipaban la batalla final.
El mariscal Pierre Antoine Dupont había instalado su comandancia desde hacía casi un mes en Andújar a la espera de la llegada de las tropas del general Antoine Marie Vedel, que en esos días derrotará a los españoles en un entrevero producido en la localidad de Despeñaperros. En ese contexto, el mariscal Dupont avanza desde Andújar a Bailén con la expectativa de unirse con las tropas de Vedel quien -y aquí comienza a jugar el azar o las casualidades- se había marchado hacia las zonas de sierras porque temía una emboscada española.
La batalla de Bailén se librará entre enemigos que esperan tropas de ayuda que no llegan. Vedel, en el caso de los franceses; Castaños, en el caso en el caso de los españoles. Fue una batalla que duró casi doce horas y se libró en una jornada donde la temperatura estuvo alrededor de los cuarenta grados. Es más, algunos historiadores consideran que el calor fue el principal aliado de los españoles, porque en cierto momento de la batalla, alrededor del mediodía, las mujeres de Bailén se acercaron al campo de batalla para ayudar con agua a los españoles, agua que clamaba la sed y “enfriaba” las artillerías al rojo vivo.
Otra vez las casualidades o las “señales” del destino: Arjonilla y el heroísmo de soldados anónimos, salvando la vida de San Martín anticipó San Lorenzo; el Canto Guerrero de los Astures de Gaspar Melchor de Jovellanos fue el preludio de nuestro futuro Himno Nacional; las mujeres de Bailén anticiparon a las enternecedoras Niñas de Ayohuma, tan ponderadas en las misceláneas del Billiken. Pero volvamos a Bailén, julio de 1808. Los franceses hasta ese momento no sólo se consideraban invencibles, sino que, referido al caso particular de los españoles, estimaban que jamás podrían ser derrotados por soldados improvisados y con escasa disciplina militar. Subestimar al enemigo, y a un enemigo inspirado por sentimientos de orgullo nacional, suele ser un error clásico de todos los ejércitos de ocupación en la historia. Los oficiales napoleónicos se dieron el lujo, para su desgracia de cometer el mismo pecado.
¿Cómo imaginar que una partida de patanes iba a poner en aprietos a coraceros y dragones probados en los grandes campos de batalla de Europa? Lo que Dupont supuso que sería un paseo concluyó como una derrota en toda la línea, su rendición y posterior traslado a Francia, donde Napoleón lo despojará de todos sus honores militares, sus beneficios económicos y sus títulos nobiliarios. Dupont era un aristócrata talentoso y valiente, guerrero y jefe militar probado que alguna vez contempló cómo la multitud tomaba la Bastilla. En definitiva, un inspirado oficial de Napoleón que cometió un error que le costó su carrera militar y política; ese error se llamó Bailén.
La batalla se resolvió para después del mediodía. Dupont esperó hasta último momento la llegada de las tropas de Vedel, las que finalmente se hicieron presentes, pero ya era tarde, porque más de quince mil soldados franceses ya se habían rendido con Dupont a la cabeza. La escena en la que el oficial francés le entrega la espada al general Castaños es histórica, la registran las pinturas y esa última frase de Dupont: “General, os entrego la espada vencedora en cien combates”.
El trato a los derrotados fue benigno, algo a destacar porque los franceses cometieron todo tipo de tropelías cuando pocas semanas antes habían tomado la ciudad de Córdoba y la soldadesca desatada se dedicó a asesinar civiles, violar mujeres y saquera templos y casas de familia. Como contrapartida, a los altos oficiales franceses se les permitió regresar a España, mientras que los soldados fueron trasladados a la isla Cabrera, un destino en principio humanitario que luego se transformó en una verdadera pesadilla para esa tropa de vencidos. En Cabrera, los soldados franceses estuvieron detenidos hasta 1814. Cuando llegó la orden de liberación más de la mitad de los prisioneros habían muerto víctimas del hambre y las diversas pestes.
San Martín adquirió la mayoría de edad militar en esta batalla. Asistente de campo del general marqués de Coupigny, manifestó en una batalla librada en condiciones difíciles y confusas coraje, serenidad e iniciativa militar. Sus superiores ponderaron sus méritos y dos meses después lo ascendieron a teniente coronel y le otorgaron una medalla que don José llevó con orgullo hasta sus últimos días. La anécdota cuenta que en Boulogne Sur Mer, el viejo general le entregó a su nietita la medalla de Bailén para que jugara con sus muñecas. Merceditas, su hija, le reprochó el gesto: “¿Cómo es que le entrega a esa niña sus medallas ganadas en combates? preguntó con tono crítico su hija. La respuesta de San Martín se registra como hecho real y hasta hay una letra de tango que evoca el episodio: “¿Cuál es el valor de todas las condecoraciones del mundo si no alcanzan para detener con ellas las lágrimas de una niña?”.
Bailén fue una victoria de las armas españolas contra las tropas francesas, pero estuvo muy lejos de ser el punto final de una guerra que habrá de continuar por unos cuantos años más. La presencia de Napoleón en España, luego de Bailén, volcó las relaciones de fuerza a favor de los franceses. Para 1810 España resiste, pero cada vez está más débil. Precisamente, ese retroceso militar es el que alienta en América a los movimientos emancipadores que se habrán de extender desde México a Buenos Aires.
En mayo de 1811, casi tres años después de Bailén, San Martín participa en la última batalla que lo contará del lado de los españoles. Tiene para entonces treinta y tres años, ya es considerado un militar experimentado y con un prestigio muy bien ganado en los campos de batalla. Vive en Cádiz, donde continúa frecuentando las reuniones de las sociedades secretas masónicas. Allí, iniciará sus relaciones con oficiales americanos e ingleses; seguramente en esos años empezó a trabajar la idea de trasladarse a Buenos Aires, de renunciar a una promisoria, pero finalmente limitada, carrera militar en España para jugar su destino a una misión que está en sintonía con sus ideales liberales y patrióticos.
La batalla de La Albuera se habrá de librar el 16 de mayo de 1811 en esta pequeña localidad ubicada a unos veinte kilómetros de Badajoz. Fue un gran combate donde hubo más de diez mil muertos. El resultado fue incierto, pero representó una afirmación de la voluntad de lucha de los españoles contra la ocupación. En realidad, la voluntad de lucha se expresó en este caso en una coalición integrada por españoles, portugueses e ingleses. Un dato para tener en cuenta. San Martín en esta batalla, peleó bajo las órdenes de un oficial inglés, algo en cierta medida previsible atendiendo a las alianzas de ese momento. Pero lo curioso en este caso no es tanto combatir bajo las órdenes de oficiales ingleses, como el hecho casual de que ese oficial se llamaba William Beresford... sí, Beresford, el mismo que cinco años antes había sido derrotado en Buenos Aires por las tropas criollas y españolas lideradas por Liniers. Pero ésa ya es otra historia.