Martín Duarte
Martín Duarte
¿Quién es Frankenstein? ¿El científico que experimenta con cadáveres o su creación ensamblada como un rompecabezas? ¿Ambos son Frankenstein?
Conocemos a Víctor Frankenstein y su criatura, más por el cine que por la literatura. Siempre ha sido un personaje taquillero. Sólo por mencionar: nos hemos asombrado con las actuaciones de Boris Karloff (en blanco y negro de la década del ‘30) o la de Robert de Niro (en colores con dirección de Kenneth Branagh de los ‘90); nos hemos divertido con innumerables versiones cómicas como la del director Mel Brooks de los ‘70 (“El joven Frankenstein”). Hollywood ha exprimido hasta la última gota el cliché del científico loco y del zombi que se vuelve un Armagedón.
Pero vayamos a la novela que la joven Mary Shelley publicó en 1818 donde la criatura -lejos de la torpeza que le adjudica el séptimo arte- presenta una inteligencia tan desmesurada como su altura, velocidad, agilidad y fortaleza física. Con elocuencia y persuasión, así le recrimina el experimento a su inventor:
“—¡Serénate! Te ruego que me escuches antes de dar rienda suelta a tu odio. ¿Acaso no he sufrido bastante que buscas aumentar mi miseria? Amo la vida, aunque sólo sea una sucesión de angustias, y la defenderé. Recuerda, me has hecho más fuerte que tú; mi estatura es superior, y mis miembros, más vigorosos. Pero no me dejaré arrastrar por la lucha contra ti. Soy tu obra, y seré dócil y sumiso para con mi rey y mi señor, pues lo eres por ley natural. Pero debes asumir tus deberes, los cuales me adeudas. ¡Ay, Frankenstein!, no seas ecuánime con todos los demás y te ensañes sólo conmigo, que soy el que más merece tu justicia e incluso tu clemencia y afecto. Recuerda que soy tu criatura (...) Yo era bueno y cariñoso; el sufrimiento me envileció. Concédeme la felicidad y volveré a ser virtuoso”.
Lejos del descerebrado de Hollywood, la criatura pide serenidad para dialogar y le recrimina a su padre haberle dado vida y haberlo abandonado sin “introducirlo” en el mundo. Según la obra literaria de Shelley, Víctor trabaja apasionadamente para resucitar un cuerpo muerto. Después de muchos intentos, consigue con éxito su meta. Pero, lejos de disfrutar y alegrarse por su logro, el científico se espanta del resultado, se arrepiente y abandona -lleno de repulsión- a su hijo de laboratorio. El recién-nacido-con-cuerpo-de-adulto (una especie de Benjamin Button) queda huérfano y se las arregla como puede para aprenderlo todo sin la mediación de un educador. Todo lo aprende veloz y prodigiosamente de reojo, escondido en el bosque o un cobertizo como una especie de autodidacta. Se las arregla bastante bien, hasta el punto de leer grandes obras de la literatura universal y hablarle a su progenitor como lo vimos en el fragmento antes citado. Invitamos a leer la ficción en profundidad, especialmente, el reencuentro entre Víctor y su humanoide.
En “Frankenstein educador”, Philippe Meirieu afirma que “fabricar” un hombre y abandonarlo es correr, efectivamente, el riesgo de hacer de él un “monstruo”. El hombre se hace hombre por la educación: Víctor zurce partes de cadáveres, los ensambla, los recompone en un nuevo ser al que da vida pero se desentiende de su educación y lo confina a un estado permanente de “remiendo de hombre”. Frankenstein ha cometido el delito imperdonable -sostiene Meirieu- de confundir “fabricación” con “educación”: cree que puede poner un ser en el mundo sin acompañarlo en el mundo; sella su desgracia y la de toda su familia al considerar terminado el trabajo cuando ha concluido el “montaje”; un cuerpo humano es muy distinto de un montón de carne; es el sitio de un sujeto que se construye, que se proyecta, y que prolonga, mucho más allá de su fabricación, algo así como un excedente de humanidad. ¿Cuál es la finalidad de la empresa educativa no asumida por el científico ginebrino? La educación ha de centrarse en la relación entre el sujeto y el mundo humano que lo acoge; su función es permitirle construirse a sí mismo como “sujeto en el mundo” heredero de una historia en la que sepa qué está en juego, capaz de comprender el presente y de inventar el futuro. Se trata de pasar de la lógica de un objeto en construcción a la dinámica de un sujeto que se construye sustentado por un adulto responsable.
En relación con esto, retomemos el libro de Alejandro De Barbieri “Educar sin culpa” donde se señala que todos somos “hijos adoptivos”: se puede ser padre y no tener hijos biológicos así como se puede tener hijos biológicos y no ser padres. La paternidad es un acto de amor: uno se hace padre en el vínculo con los hijos y con la presencia cotidiana. El desafío actual es que adoptemos a nuestros propios hijos, los saquemos de la “orfandad” en la que viven. No podemos no involucrarnos cuando de niños se trata: siempre estaremos dando algún tipo de respuesta, incluso por omisión; son necesarios los vínculos, los ritos familiares compartidos, las caídas, los golpes, las alegrías, el contacto, el celebrar juntos.
¡No hagamos la “Gran Frankenstein”! Al ginebrino le faltó dar el sublime paso de amar a su hijo y la responsabilidad de introducirlo en el mundo y ayudarlo a construirse. ¿Quién es Frankenstein? ¿El científico que experimenta con cadáveres o su remiendo de hombre? ¿Ambos son Frankenstein? ¿Quién es el “monstruo”?