Yamil Dora, poeta y novelista de Casilda radicado en Buenos Aires, viene sorprendiendo desde la publicación de Los lindos (Lamás Médula, 2017) con una propuesta narrativa innovadora y evocativa. Por la vereda con sombra (Palabrava, 2020) sube la apuesta de Diez mil kilómetros de distancia (Moglia, 2019) y narra la historia de un hombre que, tras perder a sus padres y a su hermano en un accidente automovilístico, recorre el duelo hacia una refundación familiar. Para subirse a este viaje el lector deberá olvidar lo que se espera de un texto temporalmente cohesivo y renunciar al descanso que otorga la aventura lineal. Se encontrará con una novela que invita a leer como se lee la poesía, dejándose llevar.
Quien sucumba a la tentación de retrazar la aventura del innombrado protagonista encontrará una secuencia clara: un hombre asiste al velorio y al entierro de sus padres y de su hermano, emprende un largo viaje mientras se remodela la casa familiar para hacer de ella un restaurante, construye sobre el restaurante un departamento y pasa a rehabitar, de una manera desplazada, los lugares de su niñez. Pero la belleza del texto no se encuentra solo en el eje articulador de la maraña, sino en la coexistencia de otras líneas narrativas que acompañan, interrumpen, engrosan el argumento: los juegos en la playa y los torneos de natación de la infancia, las cenas con amigos, la vida doméstica con sus padres y abuelos, su prima, las noches de soledad y de música en el restaurante, el alcohol que acompaña y el gato que mira, las fotos y la ropa que su familia dejó atrás, las mujeres que encuentra y que evade, bares de distintos lugares del mundo, la caída de la bici, el aeropuerto, los intentos de terminar con el dolor, los sueños que le traen de vuelta a los que se fueron. Pasado y presente se mezclan hasta borronear la aventura del protagonista en un juego de frases breves que avanzan y giran, saltan al costado y vuelven a avanzar.
Me gusta pensar que si Jackson Pollock se hubiera dedicado a la novela habría escrito así, en ese presente proliferante y desterritorializado. Gerard Genette definió la enunciación simultánea como un relato en presente que trata de eliminar todo interferencia o juego temporal. En parte Dora sigue esa línea, pero en vez de visitar un realismo subjetivo y representar el fluir de una conciencia vertebrada por la asociación de ideas, propone un minimalismo ajustado a la frase brevísima y una puesta en simultáneo de pasado y presente, de vigilia, memoria y sueño: los acontecimientos de una vida puestos en hoy, luciérnagas que se iluminan alternadamente dentro de un frasco.
En teoría, la narrativa en presente permite comunicar escenas de manera vívida, abre el futuro de la aventura a todas sus posibilidades, provoca en el lector una sensación de urgencia. Sus detractores piensan que puede producir descripciones banales de la vida del protagonista y quitarle perspectiva y suspenso a la historia. La crítica más potente que se hace contra el uso del presente, sobre todo en la novela, es que restringe la posibilidad de moverse hacia atrás en el tiempo y que, en consecuencia, la historia puede aplanarse y volverse claustrofóbica. En Por la vereda con sombra Dora sortea justamente ese obstáculo al llevar al presente una narrativa multitemporal en la que las secuencias se desarman a unidades mínimas, se mezclan y se amalgaman en capítulos concisos, de menos de una página.
Henri Bergson distinguía entre el tiempo medido por los relojes, de magnitud constante, y el tiempo psíquico, que a la vez que avanza subsume lo vivido, péndulo que contiene en cada oscilación todas sus oscilaciones previas. Para explicar la durée Bergson recurre a la música y dice que aunque las notas ocurren una a otra, las percibimos como fundidas entre sí. Las brevísimas escenas de Por la vereda con sombra se suceden como un serie de imágenes de video familiar pasado rápido y se engarzan a veces por similitud, a veces por contraste y en ocasiones con destacable maestría. En una escena en la que el protagonista se abandona al sueño junto a la chica que encontró en Europa, la vigilia entra en contacto con el sueño a través de una cama y una frazada: “Tengo frío. Busco una frazada me acuesto y me tapo. Acaricio el culo de la chica. Acaricio su espalda. Siento su piel y la frazada. Mi mamá se levanta nos destapa y desarma nuestra casa. Cuando sea grande voy a ser soldado” (p. 44).
Entenderemos cómo funciona la música de Por la vereda con sombra, entonces, si en vez de pensar en términos de melodía lo hacemos en términos de acorde, y no solo por la superposición de distintos momentos de la vida del protagonista, sino porque también el espacio se construye en capas. Como la casa anterior al accidente ha quedado subsumida en la casa posterior a la reforma, el protagonista al recorrerla camina tanto por el hoy como por el ayer, en ambientes que contienen, por los mecanismos de la memoria, un lugar anterior. Narrando en simultáneo el velorio de su familia, un momento en el restaurante y un torneo de natación de su infancia, dice: “Llego. Llega mi hermano. Tenemos hambre. Todos me miran. Voy a la cocina. Corto un pedazo de queso. La cocina está donde estaba la cocina” (p. 15). La casa de su niñez, su familia, todo su pasado se hicieron astillas y tomaron una forma nueva en la que el protagonista intenta encontrar lo que se fue y donde sus familiares, cuando lo visitan en sueños, se pierden: “Mi hermano busca el patio de mi casa y le digo que ya no está y ahora son los baños del restaurante. El gato se duerme. Mi hermano llora” (p. 95). El espacio-tiempo de la novela combina la nostalgia con la pesadilla, hace de la memoria una plaga y del protagonista un guerrero traccionado hacia el pasado y arrojado al futuro con igual fuerza. Si algo nos hace comprender de nuestras vidas es la calidad inasible del presente, lo inmediato del pasado y lo arduo de distinguir sueño de vigilia mientras vamos soñando.
Las novelas en presente se han puesto de moda. Acaso la primera fue Señor Johnson (Joyce Cary, 1939), aunque a veces se nombre como precursora a Corre, conejo (John Updike, 1960). Tal vez quepa preguntarse ya cómo se ha ido construyendo esta modalidad de la novela en el sistema literario argentino. Dicen que los escritores fácilmente intuyen qué tiempo verbal es el más apropiado para lo que quieren narrar pero que hoy muchos eligen el presente aun cuando el pretérito funcionaría mejor: la narrativa en pasado permite jerarquizar acontecimientos, mientras que en presente todo suele adquirir la misma trascendencia. Creo que en el caso de esta “novela con espíritu de caleidoscopio”, como la describe Mariano Quirós, Dora hizo una elección acertada de tiempo verbal y también de ritmo narrativo, porque el relato de las ausencias y de los nuevos encuentros suele doler así, con la respiración corta y siempre en presente.
Pasado y presente se mezclan hasta borronear la aventura del protagonista en un juego de frases breves que avanzan y giran, saltan al costado y vuelven a avanzar.
Las brevísimas escenas de Por la vereda con sombra se suceden como un serie de imágenes de video familiar pasado rápido y se engarzan a veces por similitud, a veces por contraste y en ocasiones con destacable maestría.