El niño Ismail, entonces con 7 años, volvía de un pic-nic que se había organizado para festejar el final de clases. El ómnibus escolar venía lleno de alumnos. Al pasar frente al mercado, que a esa hora estaba pleno de gente, el autobús escolar se detuvo para comprar algo.
Entonces, un avión de la coalición militar liderada por los saudíes le disparó un misil. Era una bomba teledirigida de 227 kilos, fabricada por la multinacional americana Lockheed Martin, y que Estados Unidos le había vendido a Arabia Saudí. Ocurrió hace hoy dos años, en el norte de Yemen, el 9 de agosto de 2018; era jueves.
Nada hemos aprendido. Las guerras continúan aquí y allá, y dejan horribles consecuencias en término de vidas humanas, sobre todo infantiles, y de destrucción de infraestructuras. Se busca tanto el daño inmediato como el daño a largo plazo.
El misil impactó en el ómnibus escolar. Las heridas por explosión son de un tipo especial, y cuando la víctima de la onda expansiva es un niño, el daño que le produce es peor que en un adulto. Los niños son siempre las víctimas más fáciles y más vulnerables de todas las guerras, de todos los conflictos.
Aun a riesgo de resultar desagradable, me propongo ahora exponer con cierto terrible detalle por qué los niños son las víctimas más vulnerables en toda guerra. Para ello me centro en el daño que les provoca la explosión y la onda expansiva que ésta desplaza.
Según un informe médico procedente de un hospital de Afganistán, en aquel país murieron, entre 2009 y 2015, algo más de 3.700 niños, y casi 8.000 quedaron heridos como consecuencia de la invasión norteamericana y la guerra subsecuente. Es decir, de cada cuatro niños heridos, uno murió.
De todas las cirugías infantiles que tuvieron que hacer con urgencia, en el 11% de los casos lo fue por amputación, de un pie o una pierna. En el 16% fue una cirugía para abrir el abdomen a fin de intentar reparar un daño interno. Pero la mayoría de las heridas fueron en la cabeza, la cara o el cuello del niño.
El golpe de la onda expansiva de una explosión es tan violento que levanta el niño y lo arroja con furia contra una pared, contra una pila de escombros o contra lo que haya por allí. Es fácil imaginarse las consecuencias. Un niño pesa mucho menos que un adulto, y por tanto es más probable que la onda expansiva lo arroje más lejos, y lo estampe con más fuerza.
La onda expansiva de la explosión provoca una violenta compresión del cuerpo de la víctima, seguida de una inmediata descompresión. Esto explica el profundo daño, no siempre visible desde el exterior, de órganos como el cerebro, los pulmones, o los órganos del abdomen. El cráneo de un niño es más blando que el de un adulto, y por tanto se rompe con más facilidad.
La poderosa fuerza de la explosión arroja esquirlas con violencia. Son trozos de mampostería o de metal que impactan contra el cuerpo de la víctima, y según el caso lo pueden romper, y lo rompen, y los pedazos quedan esparcidos.
Según datos de 2009 en Gaza, y de 2018 en Siria, entre un cuarto y dos tercios de las víctimas infantiles lo fueron por explosión. Dado el volumen de sangre en relación al volumen del cuerpo, un niño se desangra más fácilmente que un adulto.
Bombardean los hospitales, y el daño entonces se multiplica porque los heridos ya no tienen dónde recibir atención. Los ojos y los oídos también resultan afectados con frecuencia por la onda expansiva. Así, es evidente que el niño que cae víctima de una explosión sufre daños múltiples, graves, difíciles de valorar en el caos de la guerra, y difíciles de solucionar por la falta de infraestructuras sanitarias adecuadas, y también por la falta de personal idóneo trabajando en el área del conflicto.
La supervivencia del niño suele ser con secuelas. Aun así, luego tendrá que descubrir qué quedó, quién quedó de su familia, de su casa, de su barrio, de su escuela. Las secuelas psicológicas no son menores.
Pese a lo catastrófico de esta realidad, ciertos países continúan vendiendo armas, aun sabiendo que serán para provocar un grado infinito de sufrimiento, muerte y destrucción. Algunos de estos países se empeñan en poner cara de yo no fui, y para esto pagan, y organizan lo que sea para que no se les vean las vergüenzas.
El misil impactó en el ómnibus escolar. La explosión mató cuarenta niños en un instante, y los trozos quedaron desparramados.
Nadie mire para otro lado, porque saber es siempre lo primero para que no te engañen. Se acaba de publicar el primer manual sobre heridas por explosión en niños. Gratis en Internet, de momento sólo en inglés (*).
Es un libro esquemático y práctico sobre qué hacer y qué no hacer en el lugar de la explosión, en el proceso de trasladar el niño herido, estando ya en el hospital, estando en recuperación, si hay secuelas. Y tanto desde el punto de vista físico como psíquico.
El primer capítulo del libro explica qué debe hacer quien esté por allí, aunque no sea personal sanitario. El testigo de la explosión es también el testigo de lo que le puede haber pasado al niño que cayó víctima de la explosión. Es el primero en saber qué pasa, y debe ser el primero en saber qué hacer. No se puede mirar para otro lado.
El niño Ismail tuvo mucha suerte: sólo recibió el impacto de esquirlas en una pierna, en un ojo y en la cabeza. A causa de estas lesiones estuvo varias semanas internado. Quedó con secuelas. Dice que quiere ser médico. Dice que quiere que se termine la guerra.
Nada hemos aprendido. Las guerras continúan aquí y allá, y dejan horribles consecuencias en término de vidas humanas, sobre todo infantiles, y de destrucción de infraestructuras. Se busca tanto el daño inmediato como el daño a largo plazo.
(*) The Paediatric Blast Injury Field Manual
https://resourcecentre.savethechildren.net/library/paediatric-blast-injury-field-manual