I
I
Compartíamos el copetín del sábado a la mañana en un bar que entonces estaba sobre calle San Martín, cuando todavía no le decíamos peatonal aunque desde hacía años era la calle del paseo habitual de los santafesinos. Estábamos haciendo tiempo, porque a las dos de la tarde se iniciaba un torneo de casín que contaba con la presencia de algunos ases de provincia de Buenos Aires decididos a medir sus habilidades con nuestros pollos locales. Don Manuel se sumó a la mesa cerca del mediodía, cosa que me llamó la atención porque habitualmente alrededor de las diez de la mañana ya estaba instalado leyendo los diarios y saboreando el primer café de la mañana. Lo vi entrar al bar. Una sombra sólida perfilada contra el gris de la calle. Don Manuel era el de siempre, algo robusto, solemne, vestido de oscuro, saco y corbata, movimientos pausados y la expresión severa en un rostro en que las arrugas parecían talladas en madera o en piedra. Antes de sumarse a la mesa intercambió unas palabras en voz baja con el dueño del local y desde la barra hizo una llamada por teléfono breve y discreta. Cuando se acomodó a la mesa, esperó que el mozo le trajera lo de siempre y durante un rato se quedó escuchando lo que conversábamos nosotros, nada del otro mundo: el torneo de casín de la tarde, algún programa para el sábado a la noche, tal vez para el domingo alguna carrera de caballos que entonces habitualmente se celebraban en el hipódromo del Jockey y a la que asistíamos porque nos gustaban los caballos, pero también porque era otro de los lugares de encuentros en esa suerte de extendido club social que era para nosotros la ciudad en aquellos años setenta. Lo que recuerdo es que hacia frío y lloviznaba, esas lloviznas que suelen caer en la ciudad y que al decir de don Manuel no sirven ni siquiera para ponerse triste. Pasado el mediodía y después de compartir a modo de improvisado almuerzo una picada de salame y queso acompañada con cerveza, nos dispusimos a ir al club, cuando don Manuel, que parecía muy entretenido leyendo una nota del diario, interrumpió la lectura y nos dijo que fuéramos tranquilos, que él tenía otras diligencias que hacer. Lo miramos sorprendidos pero no dijimos nada. Sin embargo fue él, vaya uno a saber por qué motivos, quien nos dio la respuesta a la pregunta que no nos animábamos a hacer: "Anoche lo encontraron muerto al Zurdo Segovia", nos dijo con ese tono grave y confidencial que solía usar en ciertas circunstancias.
II
Lo dejamos a don Manuel en el bar y nos fuimos al club. Seguía cayendo esa llovizna penosa y no se por qué se me ocurrió preguntarme qué hacía yo caminando del bar al club y del club a algún local de la noche, cuando se suponía que debía estar estudiando Contratos para rendir esa semana con Mosset Iturraspe. Nunca supe con certeza por qué entonces la calle y la noche y las malas compañías me podían más que los libros de estudio. Nunca lo supe y ahora ya no tiene mucho sentido saberlo. Esa tarde estuve entretenido en las peripecias del casín hasta la noche. En algún momento nos juntamos con unos amigos en el salón comedor y mientras comentábamos las alternativas del campeonato yo tenía presente la frase de don Manuel: "Lo encontraron muerto al Zurdo Segovia". Don Manuel era preciso con sus palabras. Si lo hubieran matado habría dicho, lo balearon, pero si dijo "lo encontraron" es porque se trataba de otra cosa. La verdad sea dicha, el Zurdo para muchos de nosotros estaba muerto desde hacía rato. Mejor dicho, había decidido suicidarse lentamente y por los rumores que de vez en cuando nos llegaban, andaba dando lástima por la calle, borracho con vino barato, durmiendo donde lo agarrara la noche, justamente él que en otros tiempos fue algo así como el rey de la noche, no solo en Santa Fe sino en Buenos Aires y en Rosario, además de las temporadas en Montevideo y Asunción. Siempre en la noche, siempre al margen de la ley y siempre viviendo de la renta de mujeres que se peleaban para trabajar a sus órdenes. ¿Por qué se vino abajo como se vino? Eso es algo que nunca lo supe. Lo seguro es que desde hacía tiempo era una sombra o algo peor que una sombra de lo que había sido, y el único resto de orgullo que le quedaba se reducía a la decisión de desaparecer de los lugares que solía frecuentar en los tiempos de gloria. ¿Por qué don Manuel estaba interesado por la suerte del Zurdo? He aquí una pregunta que me quedaba latiendo en la punta de la lengua.
III
La respuesta me la dio don Manuel ese mismo sábado cuando llegó al club pasadas las diez de la noche. Yo me salía de la vaina por preguntarle lo que había pasado, pero esperé a que hablara él como correspondía. Lo primero que nos dijo es que el Zurdo ya estaba en la morgue y calculaba que el domingo, a más tardar el lunes, llevarían lo que quedaba de él al cementerio para darle cristiana sepultura, esas fueron las palabras que usó. Después nos enteramos que de vez en cuando el Zurdo se acercaba a don Manuel a pedirle algunos pesos y una vez, cuando totalmente en curda lo atropelló una moto y casi lo mata, don Manuel se hizo cargo de su salud. ¿Por qué esas atenciones? Nunca lo supe y don Manuel nunca dijo nada. Alcanzaba con entender que vaya uno a saber por qué motivos, él se había hecho cargo de la salud de un tipo que en sus buenos tiempos había sido un hombre de coraje, aunque ese coraje nunca le alcanzó para suicidarse, como nos dijo don Manuel esa noche. "No le alcanzó para suicidarse, pero a su manera se las arregló para que todos los días lo despenasen un poco".
IV
"Parece que lo encontraron agonizando cerca de las Cuatro Vías. Lo llevaron al hospital pero murió enseguida. A mí me llamaron por teléfono a casa porque el hombre tenía en el bolsillo del pantalón una tarjeta con mi nombre y apellido. Así que dejé la cama, llamé al taxi y enderecé para el hospital. Yo malicié que el Zurdo estaba muerto, pero no soy hombre de dejar a un amigo en la estacada o permitir que a su osamenta la tiren a una zanja. El comisario a cargo del caso me llamó porque era yo, aunque no dejó de manifestar su asombro de que un croto del que aún no sabían ni siquiera su nombre, tuviera una tarjeta mía. Mucho no le dije al comisario y él tampoco se preocupó por preguntar más de lo debido. El muerto era más una molestia que un caso policial y, además, como me dio a entender, demasiados barullos había en la ciudad como para perder el tiempo con un ciruja alcoholizado y encima atrevido. ¿Atrevido? Pregunté. Pero claro -me contestó-, cuando lo encontramos aún estaba vivo y despierto. Y le preguntamos quién le había golpeado y nos contestó casi riéndose: "Tropecé con el jarrón de la escalera cuando descendía de mis habitaciones de la planta alta al living para atender a las visitas que agasajaba esa noche en mi residencia". Usted puede creer don Manuel, se estaba muriendo, apenas podía hablar y me sale con esa insolencia.
V
"El Zurdo fue lo que fue, nos dijo don Manuel esa noche, pero alguna vez ese hombre le dio una mano a una persona que para mí significaba mucho. Ustedes lo conocieron en sus tiempos de gloria, pero yo lo conocí después, en sus tiempos de ruina. Todo lo que hice para ayudarlo no dio resultado. El hombre quería morirse y además quería morirse despacio, como los caballos viejos. Yo tuve la oportunidad de conocer la herida que lo dejó boqueando; el Zurdo podía aguantarse todas y ustedes que lo conocieron saben que no miento, pero hay humillaciones que ningún hombre que se respete puede consentir". No recuerdo quién en la mesa intentó preguntarle sobre esa humillación, pero don Manuel hizo como que no escuchaba. "La vida del Zurdo nunca fue una vida ejemplar, pero yo no me acerqué a él para juzgarlo. Tampoco le pregunté lo que le había pasado. Seguramente se merecía ese final, pero yo hice lo que pude, no para salvarlo porque no tenía salvación posible, sino para acompañarlo hacia su destino. Mis atenciones no alcanzaron para evitar lo inevitable, pero cuando el comisario me dijo que herido de muerte se negó a darle a la policía el nombre de sus asesinos y hasta lo hizo ensayando esa ironía que en sus buenos tiempos era el rasgo más distintivo de su persona, advertí que aunque sea en las diez de última el Zurdo era capaz de respetar esas leyes no escritas que los hombres se dictan de una vez y para siempre".