Falta de educación
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Falta de educación
"Soy una lectora de El Litoral desde hace 60 años. Me ubicaba al lado de mi papá, cuando ponía el diario sobre la mesa y él lo leía y yo lo escuchaba. Así que miren si no soy amiga de El Litoral. Pero, lamentablemente tengo que usar este espacio para una queja: el día 24 a la noche en la costanera, había 25 empleados de la Municipalidad para levantar todos los vidrios rotos que dejaron los chicos. ¿De dónde sale esto?, ¿qué pasa con la conducción de la Municipalidad? Les propongo: el intendente, todo su equipo más el Concejo Deliberante tienen que pensar qué van a hacer el 31 de diciembre, cuando otra vez le eviten a los automovilistas circular por la avenida costanera, para que los chicos tengan toda la noche ese espacio para romper botellas (porque no las dejan tiradas, las rompen). Dejaron todo regado de vidrios rotos. A esos 25 empleados de la Municipalidad debieron pagarles, gastaron nafta para llevar todo eso que recogieron, ¡piensen!: los nuevos concejales, muchachos, ¡sacudan la cabeza! Estuvieron no sé cuántos días en las Paso diciendo lo que iban a hacer. Bueno, ahora tienen que actuar, tienen la oportunidad para demostrar su capacidad. ¡Yo pago tasa municipal! ¿Para qué?, para que el 31 los chicos vayan a la costanera a romper vidrios y al otro día haya que limpiar ese desastre. No podemos tener un país así, tenemos que dejarle una Argentina digna para los jóvenes, que justamente son los que hacen estos líos, así que empecemos por la educación".
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Un relato draculiano
"Tengo 82 años y hace 60 que soy fiel seguidor del diario EL Litoral. Quiero referirme a una nota publicada por el señor Martín Duarte, con la foto de un hermoso niño, que murió hace muchos años en un accidente, en la puerta de su casa, luego de una lluvia grande. Lo que no concuerdo con la nota (lo que me pareció de mal gusto) es cuando dice que su padre no llegó al baño y que silbaba una canción inglesa, que hasta dudo de que en esa época ya fuera famosa... Luego, si su hermano se ahogó en la puerta de su casa después de una gran lluvia y dice: '… y con mi hermanito (muerto en: ¿Un accidente familiar?)'. A mi entender, claramente está culpando a sus padres de ese suceso. Otra cosa: se acuerda de hasta los mínimos detalles de lo conversado con su padre, con la gente del cementerio, cuando hace el traslado de los restos. Suena a novela, para destacar algo que él lleva en su mente. Puede que yo esté equivocado, pero me suena realmente a un relato draculiano... Felices fiestas a todo el diario El Litoral".
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Llegan cartas
Ausencia impuesta
Conocían esa inquietud, aprendieron a reconocerse en ella. Sus manos acostumbradas al peso de su teléfono portátil, le resultaban extrañamente livianas en los escasos momentos en que no lo sostenían.
Las tareas cotidianas eran cargas pesadas, ordenar la casa, cocinar, hablar, erguirse sobre sus pedazos desconectados. Incesantemente resonaban en sus cabezas interrogantes de imposible respuesta ¿Cuándo comenzó esta pesadilla? ¿En qué momento nuestro hogar se transformó en tierra arrasada?
Pero… pero... si nosotros nos cuidamos, hicimos lo que nos decían, tomamos todas las precauciones, hasta exageramos, usábamos tapabocas, alcohol, realizábamos lavado profundo de manos, aireábamos los ambientes, ¿qué pasó?
Mientras se refugiaban en su interior, escapando de ese tormento insistente de vacío infernal lleno de voces extrañas de la radio o la televisión, sonó el teléfono por millonésima vez. Estaban acostumbrados, anhelaban esas llamadas. También temían.
Temían la noticia que esta llamada iba a darles. Se congeló el tiempo -no es un cliché- en ese preciso instante. Entendieron que la espera había llegado a su fin. La peor noticia provenía de una voz suave pero ajena. Extraña. Una voz, que les decía lo que ya sabían.
"Lo sentimos mucho, se hizo todo lo posible. Falleció". Y la voz mencionó un nombre, para que no quedaran dudas acerca de quién se estaba hablando.
No pudieron despedirse íntimamente. Tampoco los dejaron. Un ratito en la puerta del cementerio, al aire libre. El protocolo COVID-19 prohíbe el ingreso de extraños a la sala.
No señor, no somos extraños. Es mi mamá. Es mi papá. Es mi hijo. Mi hermano. Mi familia. Mi amor. Mi querer de todos los días. Ese querer que no veo desde que lo llevaron al hospital.
¿Con qué derecho usted me dice "extraños"? ¿qué dice? No entendí. A lo mejor habla de otra persona, pero nosotros no somos extraños. No, no.
Aprender a vivir con la ausencia de una persona amada, es el dolor más atroz que puede alguien sufrir.
En el caso de COVID-19, es un dolor impuesto. Obligado. Negligente. Obsceno. Inmundo.
Se murieron porque no los vacunaron.
Lloramos muertes, en su gran mayoría, evitables. Lloramos la impotencia de no haber podido hacer nada, de nada, de nada. Lloramos que nos burlaron, insultaron, gritaron, robaron, y se vacunaron a escondidas.
La Justicia de los hombres, la nuestra, quién sabe si algún día los juzgará. Ciudadanos de a pie, nos encomendamos a Dios y le pedimos a El que haga justicia. Y esperamos.
¿Qué esperamos? Que alguien nos enseñe cómo hay que hacer para no olvidar esa voz, ni su olor, ni las caricias, ni la forma de su cabello, ni su comida favorita, ni su sonrisa.
Y en esto estamos, los sobrevivientes de los muertos de Covid, aprendiendo a vivir una vida que no queríamos.
Por todos ellos y por nosotros, como decía mi amigo Miguel Hernández (si me permite la licencia) "(…) Volverás a mi huerto y a mi higuera/ Por los altos andamios de las flores/ Pajareará tu alma colmenera/ De angelicales ceras y labores/ Volverás al arrullo de las rejas/ De los enamorados labradores (…)".