Por Marwan Sarwar Gill
Por Marwan Sarwar Gill
El 11 de septiembre, en el marco de la conmemoración del vigésimo aniversario de los atentados a las Torres Gemelas, lo primordial es ofrecer nuestras más sentidas condolencias por las casi 3.000 víctimas que fallecieron, a sus familiares, círculos cercanos y a la sociedad, por tan duro e irreparable acto de violencia. Todos aquellos merecen nuestras muestras de dolor, los que padecieron y aún hoy están afectados, en una u otra forma, por el peor atentado terrorista de la historia de los Estados Unidos. Obviamente, también conmemoramos a los aproximadamente 6.000 soldados y empleados de los aliados durante la guerra en Afganistán, los cuales estuvieron directamente vinculados con los atentados. También debemos incluir a los 51.000 civiles afganos que fueron asesinados durante “la guerra contra el terrorismo” en medio oriente y a los 5 millones de civiles que fueron desplazados de sus hogares durante las últimas dos décadas.
Sin embargo, hay personas que no perdieron su vida ni fueron desplazados, pero tuvieron que padecer, e incluso, siguen sufriendo hasta hoy, las consecuencias de los atentados terroristas: los musulmanes.
Por un lado, tuvieron que confrontar a grupos dentro su propia comunidad, que habían secuestrado el nombre de su religión para cometer actos de terrorismo. Por otro lado, hacia afuera, se convirtieron en un blanco de estigmatización, de prejuicios y de discriminación. Cada musulmán, especialmente los residentes en Occidente, percibieron este efecto, de “un antes y un después” del 11 de septiembre.
Consecuentemente nos comenzaron a preguntar en nuestros entornos sociales sobre expresiones como “Yihadistas”, “islamistas” o “terrorismo islámico”. Estos términos nunca fueron materia de estudio en nuestros textos religiosos. Fue un cambio de paradigma, el mundo no musulmán nos comenzó a demandar explicaciones. Primordialmente nos cuestionaban el “porqué ciertos grupos en nuestra religión son extremistas y terroristas”, como si fuéramos sus representantes o cómplices. Cada uno de nosotros ya atravesó, al menos una vez, esta experiencia incomoda y dolorosa: En el entorno de compañeros de trabajo y amigos no musulmanes, seguramente todos los musulmanes hemos recibido un comentario o una broma sobre bombas, sobre suicidios o sobre terrorismo.
Algunos de nosotros estamos preparados para confrontar tales comentarios y responder asertivamente. No obstante, habrá habido también musulmanes que no supieron o no encontraron las palabras oportunas. Entonces, quiero responder en nombre de los musulmanes que no pudieron y a su vez darle cierta luz a esta temática tan cuestionada.
La religión del islam literalmente significa paz en árabe. Sus comienzos remontan al siglo VII. Nuestra religión se define por sus propias fuentes y no es el sinónimo de “Al Qaida”, “ISIS” y “talibán”. El Sagrado Corán que es nuestra ley primordial, condena categóricamente el terrorismo, y anuncia que quien mata a una vida humana es como si hubiera matado a toda la humanidad.
“Allahu Akbar” no es un llamamiento hacia actos violentos, sino que es una llamada de paz, de armonía y de unidad. “Dios es grande” significa glorificar a tu Creador a través de amar a toda Su creación, sin distinción de religión, de color o de raza.
El “Yihad” no es el nombre de la guerra contra los no musulmanes, sino del “esfuerzo” que un musulmán debe realizar contra la maldad en uno mismo. El islam permite la guerra solamente en caso de defensa propia y para garantizar la libertad de religión. La responsabilidad de un musulmán, según el Corán, no es sólo proteger y honrar a las mezquitas, sino a cada sinagoga, iglesia y templo religioso.
En conclusión, el islam no amenaza la paz, sino que es un garante de la paz, sea en el Occidente o el Oriente. El fundador del islam definió a un musulmán como tal, de cuyas manos y lengua otros seres humanos están a salvo.