En 1938, en una pequeña localidad, ubicada en el centro-sur, a 60 kilómetros de la Capital, sucedió un dramático y sangriento episodio que ocupó las páginas policiales del vespertino santafesino.
Ocurrió en el ‘38 y conmocionó a la región. Una familia víctima de un plan siniestro.
En 1938, en una pequeña localidad, ubicada en el centro-sur, a 60 kilómetros de la Capital, sucedió un dramático y sangriento episodio que ocupó las páginas policiales del vespertino santafesino.
Por aquellos años, la crónica del diario El Litoral alteró la tarde en la ciudad informando que: “La policía de Coronda con la cooperación del Personal de Investigaciones de nuestra ciudad de Santa Fe, trabajaron hasta esta madrugada, en forma empeñosa, con el fin de detener a los presuntos autores del brutal suceso de anoche en Larrechea”.
En 1938, la familia Giacosa, sufrió un violento asalto que marcó la historia delictiva de la provincia. Al principio, las autoridades policiales tenían sus reservas con respecto a lo sucedido. Pero, a medida que las investigaciones avanzaban y sobre todo cuando un testigo declaró lo ocurrido, se puso en marcha la búsqueda de los autores del sangriento suceso.
La historiadora Lila Caimari, explica en sus investigaciones que durante la década de ‘30 el delito, en Argentina, sufre una considerable inflexión. Se acentúan las crónicas policiales en los diarios sobre homicidios y secuestros, circulando historias de delincuentes que se convierten en célebres personalidades. Se repiten conflictos contra los inmigrantes, pero también los delitos callejeros y los engaños cotidianos. Mientras tanto la policía se configura como un sujeto social impotente, débil, sobrepasado por la velocidad que adquirieron las bandas delictivas. Sin embargo, con el tiempo, comienza a modernizarse a través de la adquisición de los primeros patrulleros y la comunicación vía radios.
Los Giacosa eran una familia de antiguos colonos italianos que trabajaban la tierra y vivían apaciblemente en aquel pueblito del sur santafesino. Finalizando el invierno y las arduas tareas rurales, José Giacosa, descansaba sobre un catre de chala, cerca de la cocina. Escuchaba, como en voz baja, su padre y su hermano programaban actividades para el siguiente día. Entre ellas, buscar una yegua de unos vecinos a 6 kilómetros de la casa familiar. Fue en ese momento, abriéndose la puerta, donde sonaron varios disparos y la tranquilidad del hogar se derrumbó en cuestión de minutos.
José, despertó y se ocultó detrás de la puerta sin ser visto por los delincuentes. Observó cómo le disparaban a su padre en el pecho y como su hermano intentó escaparse, pero lo golpearon en la cabeza hundiéndose el cráneo y por último una puñalada que certificó su muerte.
Cuando José también quiso escapar, uno de los delincuentes logró darle un fuerte golpe en la cabeza con el cabo del cuchillo. Sin embargo, herido y perdido, logró huir, dándose cuenta que había un tercer asaltante haciendo de “campana” en la puerta principal del hogar. Ya en el patio de tierra, José logró saltar el alambrado, arañándose el rostro y escuchando cómo le disparaban por la espalda para detenerlo. Siguió corriendo, hasta llegar a unos colonos vecinos, la familia Bortolozzi.
Mientras tanto, en el hogar de la familia Giacosa, siguieron sumándose episodios de terror. Las detonaciones y los gritos habían quebrado la indiferencia de una mujer. Catalina Giacosa, la madre, quien creyó que se trataba de una pelea entre padre e hijos, y con el fin de apaciguarlos, se dirigió al dormitorio. Al encontrar la situación, el asaltante le dio un fuerte golpe en la cabeza y quedó desmayada en el piso, sangrando, sobre uno de sus hijos.
Hacía 35 años que los Giacosa se encontraban radicados en ese lugar, y de inmigrantes llegaron a convertirse en uno de los colonos más acaudalados labrando 429 hectáreas, 1500 cabezas de ganado, galpones y una gran cantidad de maquinaria agrícola. Privándose de todo en base a sus únicas preocupaciones: el trabajo y el ahorro.
En Larrechea, los vecinos del pueblo comentaban a los periodistas, que llegaban para cubrir el suceso, que los Giacosa, eran una familia hosca, huraña y de una vida extremadamente austera. “Trabajaban sin parar por la fiebre del dinero” y el padre sometía a su familia de manera excesiva a arduas tareas. Rechazando las visitas, sus hijos no asistían al colegio y procuraban no tener contacto con nadie. Esto hacía que en un primer momento, luego de saberse del hecho sangriento, no existieran más que sospechas, conjeturas y presunciones. Nadie podía aportar un dato preciso.
La hipótesis más fuerte era que los asaltantes buscaban abrir la caja fuerte familiar. Aquel hierro macizo escondía una fortuna inmensa, pues los Giacosa, con el afán de ahorrar y economizar habían caído en los extremos y en un pecado capital: la avaricia. Sin embargo, la caja fuerte no fue violada. Tampoco se llevaron nada de valor u objetos personales. El enigma se acrecentaba.
Fueron varios días de búsqueda por distritos del departamento San Jerónimo, tras la pista de un sospechoso, conocido por los vecinos de Larrechea como “el comprador que nunca compra”. Un falso comprador de hacienda, que en realidad tomaba información de los colonos a través de charlas “casuales” sobre el alambrado. Sin embargo, la vida de retraimiento que llevaba la familia Giacosa, contribuyó a que las autoridades policiales carezcan de algunos informes que pudieran servir para orientar las pesquisas. De esta manera, sin un plan minucioso, con largos interrogatorios, se perdería el tiempo.
En esa senda, el comisario Rodolfo Sandoz supo, por medio de conductos confidenciales, que un colono vecino llamado José Airaldi tenía en su poder un documento firmado por José Giacosa. Luego de detenerlo e interrogarlo, Airaldi confesó que hacía seis años, al presidir una mesa electoral, en las que Giacosa fuera fiscal, le hizo firmar un papel en blanco y este lo firmó. Airaldi lo guardó en secreto con la idea de sacarle provecho en algún momento.
Según su plan, una vez asesinado Giacosa y toda su familia, se podía reclamar bienes con aquella firma. Le faltaba solamente los secuaces que ejecutarán el siniestro plan. Coincidió con esta macabra idea, un viejo amigo de Airaldi, Pedro “el Indio” Aranda, un entrerriano domiciliado en Diamante. Trató enseguida con él y su compañero, Luis Emilio Maidana a quien Aranda había conocido en la cárcel unos años antes.
Los tres se pusieron de acuerdo, y esperaron el momento oportuno, reuniéndose diariamente en un paso a nivel en donde Airaldi les llevaba alimento permitiéndoles pernoctar en una parva cercana, mientras tanto, la ocasión para cometer el crimen llegaría.
Finalmente, luego de consumado el hecho, Aranda y Maidana, se dieron a la fuga. A una semana y media fueron encontrados por la policía en Puerto Gaboto.