Domingo 2.4.2017
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El coronel Omar Giménez combatió en la durísima batalla de Monte Longdon, volvió con 12 kilos menos y dice que “no se valoró el esfuerzo, que fue más allá del cumplimiento del deber”. Era oriundo de San Cristóbal, provincia de Santa Fe. Inició la carrera militar, egresando en 1958 del Colegio Militar de la Nación con el grado de subteniente de infantería. Pasó por todos los roles de combate, egresó de la Escuela Superior de Guerra como Oficial de Estado Mayor y una vez retirado, fue secretario de Seguridad de la provincia. Falleció el 24 de mayo de 2013.
A continuación un reportaje publicado en 2012.
Pasaron 30 años pero es asombroso ver cómo el coronel Omar Giménez tiene los recuerdos intactos de aquellas vivencias en Malvinas. Guarda mapas, los muestra y cuenta todo como si hubiese ocurrido ayer, como si el tiempo no se hubiera encargado, como suele ocurrir, de borrar absolutamente todo lo vivido. El coronel Giménez es muy claro en sus conceptos. Y se le nota la resignación y el dolor por lo irreparable: la muerte de aquellos que él llama “los verdaderos héroes” de esta historia.
- ¿Cómo se enteró de la operación militar de Malvinas?
- Una de las primeras intuiciones fue en enero o febrero de 1982, cuando se produjo un incidente con la Factoría en las Islas Georgias. Cuando se produce el desembarco del 2 de abril, por la operación Rosario, nos sorprendimos. Yo estaba en La Plata, era jefe del Regimiento Mecanizado 7 y el 14 de abril nos fuimos a Malvinas. Tengo el recuerdo de que me costó mucho llegar a mi puesto de combate por el terreno y el agua-nieve.
- ¿Era todo tan inhóspito y complicado?
- El 17 de abril se me asignó el terreno de Wireless Ridge hacia Monte Longdon (12 kilómetros de frente por 2 o 3 de profundidad). El terreno era esponjoso, húmedo, teníamos ropa frágil y había escasa vegetación. Me di cuenta de que iba a ser muy difícil construir los pozos para defendernos, entonces hicimos refugios sobre el terreno, porque cuando cavabas aparecía el agua. El viento de noche y la llovizna marcaban la hostilidad del clima. Me di cuenta de lo difícil que iban a ser las comunicaciones, la colocación de las cocinas y la evacuación de los heridos. Los bombardeos navales eran tan constantes que se cortaban las líneas; no fue nada sencillo.
- ¿Pensó como una locura todo eso?
- Yo era militar de carrera e ir a Malvinas me llenó de orgullo, a pesar de que se trataba de una misión difícil. Sabía que estábamos por recuperar un terreno nuestro, pero la oportunidad no era la adecuada. La operación Rosario, por la cual se hizo el desembarco e izamiento del pabellón argentino el 2 de abril, fue perfecta. Hasta el héroe, que fue el capitán de corbeta Pedro Giachino, muere sin producirle bajas al enemigo. Se hizo tan bien y tan limpia que pensé que se iba a hacer cómo se debía: ocupar y negociar. Las consecuencias fueron que la logística había previsto de 4 a 5.000 hombres, pero al final fuimos entre 8 y 9.000 hombres, por lo que -a mediados de mayo- empezamos a comer una sola comida diaria. En la guerra no se podían hacer malabares: estábamos a la intemperie, con mucho frío y no había forma de llevarla caliente; eso afectó a todos.
- ¿Y el armamento era útil para ganar una guerra?
- Estábamos equipados de un buen fusil, pero no teníamos visores nocturnos. A siete días de la batalla final me llegaron solamente 7 visores, y ellos, los ingleses, tenían para todos. Como los combates fueron nocturnos ésa fue una falencia. Y lo segundo: la superioridad aérea y naval era de los ingleses.
- ¿Hablaba con su familia?
- Una sola vez, a fines de abril. En ese momento hablé con mi madre, que estaba en Santa Fe, pero no lo pude hacer con mi señora. Escribía cartas, como los soldados, y llegaron todas. Las que ella me escribió, incluso estando prisionero, también me llegaron.
- ¿Cómo era un día normal?
- Te cuento una anécdota: el soldado Cisneros registró en su diario personal que desde el 1º hasta el 20 de mayo mi posición sufrió 104 alertas roja de ataques de aviones y 25 alertas gris de ataques de barcos. Se producían a cualquier hora del día, a veces se concretaban y a veces no. Lo realizaban con total libertad y eso me hizo sentir impotente; nos afectó muchísimo. A pesar de que establecíamos turnos para dormir nos mantenían prácticamente en vigilia. El 11 de mayo, por ejemplo, desde las 10 de la noche hasta las 11, recibí fuego de artillería naval, explotaban muy cerca, y una dio en el puesto de comunicaciones. Hubo cuatro heridos y recuerdo que el jefe de ese puesto los evacuó y volvió al puesto a pesar de que él también estaba herido. Eso me dio la pauta de que nos habían ubicado. Entonces le propuse que salieran de ese lugar, pero se quedaron. El espíritu de todos era muy bueno, pero a la larga el tiempo de permanencia, más la presión sicológica de combate, nos fue afectando. Los últimos cuatro días prácticamente no comimos.
- Y usted, ¿cómo terminó la guerra?
- Después de 30 años, voy a decir en qué condiciones combatí: yo sufrí principio de congelamiento en los dos pies y consta en mi legajo personal, estuve casi 60 días en mi posición y adelgacé más de 12 kilos. Todos los que estuvimos en la primera línea de combate comíamos lo mismo que los soldados, no había otra cosa.
- ¿En algún momento pensó que era su final?
- Soy católico, llevaba el Cristo en mi bolsillo izquierdo, y en tres o cuatro oportunidades estuve muy cerca de recibir impacto directo. Me salvé porque no era la hora.
- ¿Cuantos murieron en su tropa?
- Dos oficiales, 2 suboficiales y 32 soldados. Además, tuvimos 153 heridos, un jefe, 6 oficiales, 21 suboficiales y 125 soldados. Esto habla de la violencia con la que se combatió. El combate de Monte Longdon fue muy violento. Esa posición estuvo bien organizada y bien defendida. Eso quedó demostrado en las expresiones de un almirante inglés, quien dijo textualmente: “Entretanto, en el norte, el tercer batallón de paracaidistas libró una batalla tremenda para tomar Monte Longdon”. Soportamos desde el 8 de junio y durante cuatro días, ataques realizados en cualquier oportunidad y discreción por la libertad de los ingleses. Combatimos cuerpo a cuerpo y hasta hicimos contraataques. Yo mismo lo hice desde mi posición para contener la penetración. Y realmente dejamos la posición cuando ellos tenían superioridad. Puedo afirmar y reiterar, como un reconocimiento a quienes combatieron, que el combate de Monte Longdon fue el más importante de esa defensa y una digna derrota.
- ¿Usted sabía que la suya podía ser la batalla final?
- Al lado mío estaba el Regimiento 5 y soportó muy bien la embestida. Nosotros soportamos un violento cañoneo en la noche del 13 de junio. Eran trazantes, luminosas, nos ponían bengalas arriba, artillería a tiempo, fuego de blindados, ataques de misiles. Eso se incrementó violentamente sobre nuestra posición. Como a las 4 de la mañana, nevaba y vi las siluetas, a 60 o 70 metros, de soldados ingleses. Pérez Cometto abrió fuego con un FAL, el soldado Cisneros con una ametralladora y yo con otro FAL. Al segundo, teníamos trazantes y balas que picaban por las rocas; era una lluvia de proyectiles. En ese interín me informaron que el Mayor Nanni había sido herido. Seguimos combatiendo y ya no sabía si éramos nosotros los que tirábamos o la artillería enemiga. Era dantesco mirar eso, tremendo, y no me olvidaré jamás. Veía que me tiraban de todos lados, traté de contactarme con dos estafetas, no tenía ya las comunicaciones y el comandante me ordenó que me replegara más abajo. Lo hice sobre la cresta, me fui despegando como pude, vi un soldado empuñando el fusil en sus manos y estaba muerto. No pude hacer nada por este héroe porque no teníamos placas de identificación.
- ¿Lo tomaron prisionero?
- Nunca me tomaron prisionero, regresé a Puerto Argentino y me reuní con los restos de mi Regimiento, tenía heridos y muertos. Tenía muchos con las penurias de esos cuatro o cinco días de combate, los mantuve en un galpón y cuando se produjo la rendición, los ingleses me quisieron sacar de los galpones y mandarme al aire libre. No teníamos nada para protegernos y me negué a hacerlo. Ahí permanecimos y tiramos mucho armamento al agua de Puerto Argentino. Luego, parte de mi Regimiento se embarcó al continente y yo me quedé en la isla. Hasta ese momento, todos estábamos con el armamento y caminábamos por Puerto Argentino, al igual que los ingleses. Pero por una cuestión de caballeros no nos tiramos. Después nos llevaron a unas cámaras abandonadas de un frigorífico como 20 días. La pasé bien, estaba seco; los ingleses se portaron dentro de lo que establece la convención y éramos prisioneros de guerra.
Gran esfuerzo y sacrificio
- Pasamos a un buque en Puerto Argentino, nos trasladaron a Trelew y de allí a Buenos Aires. Parecía que éramos delincuentes cuando llegamos, estábamos en el proceso de desmalvinización, me prohibieron regresar a la unidad, me dijeron que no era conveniente y nos pidieron que fuéramos a descansar. La verdad es que yo volví mal, mi estado anímico no era el adecuado, me hice atender en Santa Fe, me prohibieron el cigarrillo que es el causante de mi problema actual de salud y acá me enteré de mi relevo.
- ¿Cómo tomó la decisión del relevo?
- Sabía que la derrota me iba a costar el relevo. No se valoró el esfuerzo y el sacrificio, que fue más allá del cumplimiento del deber. Hicimos cosas más allá de eso. Se creyó que podíamos ser una amenaza porque hubo muchos oficiales y suboficiales que volvieron con estados emocionales muy fuertes.
- Bien, interiormente muy dolido porque llevé soldados conscriptos, oficiales y suboficiales a Malvinas y no los pude traer a todos de vuelta. Los verdaderos héroes son los que están en el cementerio de Darwin y eso me persigue hasta hoy.
- No. Estos viajes son para los soldados, yo no volvería, me daría mucho dolor y lo digo con mucha pena. Volver y ver esos lugares en donde estuve me recordaría muchas cosas, algunas buenas y otras malas.
- Hubo soldados y militares que se suicidaron. ¿Alguna vez se le pasó por la cabeza?
- Bajo ningún punto de vista. Por ahí sueño que estoy en ese lugar, pero tengo la conciencia tranquila, le di lo mejor que pude a mis soldados e hice todo lo posible. En mi nivel, yo no improvisé, hice lo que correspondía de acuerdo a lo que sabía hacer. Creo que, con los medios que tenía, lo hice de la mejor manera posible.
- A la distancia, ¿cuál es el sentimiento que tiene respecto de todo aquello?
- Con el diario del lunes es más fácil opinar. El fin es justificable pero la oportunidad no fue la adecuada. La operación Rosario estuvo bien pero no así la escalada que nos llevó a la guerra. Inglaterra hunde el Belgrano y allí cesaron las negociaciones. No podíamos ganar ni empatar, luchábamos contra Estados Unidos y contra la traición de los chilenos que informaban de los movimientos de nuestros aviones. Era descabellado.
- ¿Le quedó algún resentimiento?
- La guerra es un enemigo circunstancial, conversé con los ingleses cuando estuve prisionero, me interrogaron unos traductores que trajeron y que eran españoles. Me acuerdo de que a uno de ellos le dije “qué estaban esperando para liberar el Peñón de Gibraltar”. No ví ningún exceso. Cuando estábamos en los galpones les dije que salía de allí como me lo ordenaban, pero que de inmediato empezaba a tirar, y me dijeron que no, que me quedara. Atendieron muy bien a los soldados heridos. No creo que hayan rematado heridos, no lo vi ni lo escuché de boca de alguien que me lo dijera con nombre y apellido. Sé de un oficial mío que lo remataron, le pasó el proyectil cerca de su cabeza y lo dieron por muerto. Al final, sobrevivió. Se respetó la Convención de Ginebra y no vi que usaran armas que no fueran las convencionales, como armas químicas. Fue, en cierta medida, una guerra clásica.
- Es un orgullo y un honor haber sido el jefe del Regimiento de Infantería Mecanizado 7 en los combates por la recuperación. Por eso expreso mi reconocimiento permanente para el personal que lo integró, para los heridos y -muy especialmente- para nuestros muertos, héroes que yacen en el cementerio de Darwin.