Ucrania, la guerra que no termina y un pueblo que no se rinde
El Litoral viajó al corazón de la guerra en marzo y parecía que todo se resolvería en cuestión de días. A más de diez meses, el conflicto armado no parece encontrar fin.
El periodista Bryan Mayer, de El Litoral, viajó a la zona de conflicto.
La guerra estalló el 24 de febrero. A las tres semanas, El Litoral estaba dentro del teatro de operaciones. En la producción previa, parecía que los tiempos imposibilitarían llegar con el conflicto en desarrollo. Sin embargo, la voluntad de los atacados conjuntamente al apoyo occidental sirven de resistencia interminable. En frente, la necesidad de triunfo del Kremlin y el apoyo de Irán o Corea del Norte acompañan la postura pasiva de India y China que permiten el sostenimiento económico de una operación militar tan extensa como la lanzada por Rusia. Lo que quedó de aquella cobertura.
Lo primero que llamó la atención, antes de ingresar a Ucrania, en Polonia, fue la gran presencia militar en espacios civiles. Esa zona es base de uniformados miembros de la OTAN, pero – según los lugareños – se incrementó la cantidad de ellos circulando en la vía pública con el avanzar de la guerra. "Vinimos hace pocos días, aún no tenemos una misión y no sabemos cuánto tiempo estaremos aquí" nos dijo, en inglés claro, uno de los tres militares estadounidenses que consultamos en pleno centro comercial. Esa medida, en aquel momento inicial, daba cuenta del fuerte apoyo militar y económico que Estados Unidos daría para que Rusia no cumpla sus metas.
Además de militares, los primeros miles de refugiados llegaban a Polonia buscando una esperanza. El país, sus habitantes e infraestructura se preparó rápidamente para abrir su puertas a los refugiados. "Nuestra ciudad estaba sitiada" es la razón que Natasha indica para explicar por qué está a más de 1.135 kilómetros de su hogar, junto a su hija Victoria y su nieto Bogdan. Ante esa condición, explica que hubo a disposición no más que 15 colectivos para huir y que no sabían si habría lugar suficiente para llevar algunas de sus pertenencias, ni hasta dónde deberían cargarlas, por lo que sólo llegaron a Cracovia (Polonia) "con lo puesto". El viaje también fue difícil: el colectivo los dejó en un potencial objetivo ruso, Odessa, donde tomaron un tren por más de 12 horas, donde usaban el compartimiento con otras seis personas y sin calefacción. Nunca está de más recordar que se afronta en la región una fuerte ola polar. Atrás quedaron sus hogares, sin cuidado de nadie y dentro todas sus pertenencias: "Tuvimos que huir".
En el trajín de entrar a la guerra, la frontera es la antesala a lo que viene. Prácticamente nadie cruza hacia Ucrania y las colas en sentido opuesto tardan más de tres horas hasta lograr realizar el trámite migratorio. Es que ya quedó claro que Rusia golpea con sus armas a toda Ucrania y no sólo a las regiones de interés. Ningún punto dentro del país es seguro. En ese marco, ver las miradas perdidas de miles de abuelos, madres y niños quita la esperanza. Dejaron atrás todo. Rutina, trabajo, escuela, padres, amigos, autos, casas, programa preferido, todo quedó atrás y solo importa huir de la muerte.
Al recorrer Lviv (Ucrania) y las ciudades de alrededor, catalogamos la situación como de tensa normalidad. La mayoría trata de mantener su rutina, pero las sirenas y los eventuales bombardeos recuerdan que el peligro está cerca. Ver el paisaje urbano de ciudades históricas reducido a bolsas de arena, chapa y madera cubriendo los sitios de mayor valor cultural es un choque a la razón. Hay gente armada por todas partes, de Fuerzas regulares o de voluntarios. Los retenes son distópicos, incontables anillos alrededor de las localidades hacen denso cualquier intensión de movimiento. Todo bajo control de militares con sus armas listas para ser descargadas ante un ataque terrestre o la presencia de infiltrados enemigos. Tanto es el control, que hasta se hacen cargo de los ingresos a entes gubernamentales como municipios. Son los mismos que exigen explicaciones, no sólo al circular en automóvil, sino también al tomar una fotografía en un café, por ejemplo. Quieren saber quién, por qué y para qué está en su país. No quieren regalar ningún dato de información que no responda a sus intereses o línea discursiva.
Lo discursivo, dentro del territorio, es lo mismo que hacia el mundo. Muchísima propaganda nacionalista, invitando a resistir y luchar en consecuencia, e imágenes que ridiculizan o disminuyen el poder de Rusia. Los vecinos no sólo conviven con eso, sino que ya lo tienen incorporado como filosofía de vida como hemos notado. Son ellos mismos quienes, a veces, detienen las coberturas periodísticas para que no se filme tal o cual lugar. Eso hizo aún más difícil nuestra tarea y alimentaba el temor de alguna represalia por el único hecho de intentar contar lo que veíamos. Es que ellos saben que indicar el alcance de un ataque puede indicarle al invasor si dieron en el blanco deseado o cuánto deben calibrar para hacerlo. Lo que para nosotros es una cobertura, para ellos e riesgo de su identidad. Por ello, por ejemplo, el gobierno de Zelenski continuamente instruye en materia de contra inteligencia a la ciudadanía civil y con una cuota de paranoia y el nerviosismo lógico de una guerra hace que todo sea tenso. Mientras se respeta lo máximo posible las obligaciones preexistentes.
Al salir de la guerra, una olvidada tranquilidad vuelve al cuerpo. Sin embargo, resulta imposible olvidar que hay trenes repletos de desplazados buscando un hogar en medio de nevadas; que hay niños que no entienden por qué corren de sus casas; que hay abuelos que dejan atrás vidas enteras por obligación. También es imposible dejar de lado que fuertes intereses multilaterales están en juego y que asignar roles de "buenos y malos" sólo es hacerle el juego a uno u otro bando de poder.