Por Raúl Albanece (*)
Por Raúl Albanece (*)
Como artista y hombre de la cultura que soy, me conmueve enormemente el incendio que destruyó parcialmente la catedral de Notre Dame en París el pasado lunes.
El resultado no es simplemente un edificio semidestruido que se reconstruirá "en cinco años" como promete el presidente francés. Parte de la historia humana se convirtió en cenizas. Me conmueve, pero me perturba la celeridad con la que grandes empresarios, personalidades y gente común contribuyeron, en tan sólo un día, 836 millones de euros para reparar el templo.
El arte refleja la cultura en cada obra; por eso un edificio, una escultura, una pintura es mucho más que piedras o ladrillos, mucho más que pigmentos sobre una tela: es una parte de la historia de vida del artista y su entorno social; no sólo las horas de aprendizaje y práctica de ese artista en particular, sino las horas de aprendizaje y práctica de todos los artistas que lo preceden; y también las horas de investigación y experimentación de los científicos y maestros que crearon la tecnología posible para que esa obra en particular pueda ser realizada; además de una muestra de las costumbres y tradiciones de la sociedad que cobija al artista.
Pero ¿qué decir de una sociedad que colecta tanto dinero en apenas 24 horas para reconstruir un legado artístico y cultural y tarda años en juntar centavos para construir escuelas, hospitales o financiar proyectos que erradiquen el hambre y la pobreza?
¿Cuál será nuestro propio legado artístico y cultural para las generaciones de los próximos siglos? Deseo que sean hospitales de alta complejidad en cada ciudad de, al menos, 100.000 habitantes; escuelas integrales en cada localidad; viviendas sustentables para cada familia del mundo.
No hay mejor legado cultural que podamos dejar una sociedad justa con una redistribución equitativa de la riqueza, sin pobres, sin hambre, sin analfabetismo. Considero necesario revisar el orden de prioridades de la sociedad actual y, sí, juntar dinero para restaurar edificios y obras de arte de nuestros ancestros, pero también hacerlo, principalmente, para reconstruir y construir hospitales, escuelas, viviendas; para financiar creaciones de cooperativas de trabajadores y pymes que permitan una vida digna a cada persona.
Sumamente importante es analizar a qué organización aportaremos el dinero. Hay numerosas instituciones filantrópicas con las mejores intenciones, pero mal enfocadas. Algunas, creyendo contribuir a terminar con el hambre y la pobreza, simplemente la perpetúan.
Acabar con el hambre no es sólo dar un plato de comida, es necesario enseñar a cultivar verduras, a crear huertos urbanos, a producir conservas, por ejemplo.
Acabar con la pobreza no es sólo dar unos billetes a alguien pidiendo en una esquina, es comprar esas verduras o conservas producidas artesanalmente por familias emprendedoras, es donar dinero o maquinaria para que una cooperativa de trabajadores pueda iniciar sus actividades, entre otras cosas.
Me gustaría que un presidente, de cualquier nación, no simplemente diga en un discurso de ocasión, sino que se comprometa y trabaje para acabar con el hambre y la pobreza.
Pido a todos los seres humanos que nos unamos para recaudar el dinero que sea necesario redistribuir para acabar con el hambre y la pobreza "en cinco años". Utópico, sí; pero no imposible.
(*) Escenógrafo egresado de la Facultad de Artes del Teatro de la Universidad del Salvador. Profesor Cátedra Escenografía Profesorado de Teatro de la Facultad de Humanidades, Artes y Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Entre Ríos (UADER).