La estatua ecuestre del libertador Francisco Morazán que se levanta en la plaza central de Tegucigalpa, luce estos días con un pañuelo en la cabeza en el que se lee el nombre Xiomara Castro. Algún espontáneo trepó por el bronce y colocó en la cabeza del prócer como si fuera un tenista propaganda de la mujer que puede ganar este domingo las elecciones a la presidencia de Honduras que disputa al conservador Nasry Asfura.
Las dos -Castro y la estatua de Morazán- arrastran dos leyendas con las que cargan desde su origen. En el caso del monumento comenzó en 1882 cuando el Gobierno de Marco Aurelio Soto ordenó a una comisión de notables que viajaran a París en busca de un escultor a quien encargar una estatua que hiciera honor al gran libertador de Centroamérica y héroe nacional nacido en Tegucigalpa. La comisión partió con la misión y con dinero suficiente para el pago de la estatua, pero durante los días que duró la búsqueda, el grupo se desvió de su misión original. Encandilados por los placeres y agasajos de la capital francesa poco a poco se fueron gastando el dinero. Viendo que se acercaba la fecha de regreso, el grupo de ilustres decidió ir a un mercado de pulgas, donde compraron a un mejor precio la estatua de un militar napoleónico que se envió a Honduras haciéndola pasar por Morazán. La anécdota sobre la estatua que se levanta en el corazón del país la contó Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina y la repitió García Márquez cuando viajó a Estocolmo durante su discurso al recoger el premio Nobel, al referirse al realismo mágico latinoamericano que lo alimentaba. “El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas”, dijo. De nada sirvió que años después Galeano se desdijera y pidiera perdón por el error. El daño ya estaba hecho.
La primera vez que la mayoría de hondureños supo de Xiomara Castro fue en el verano de 2009 cuando se movilizó para defender el Gobierno de su marido, Manuel Zelaya, expulsado del poder y del país por un golpe de Estado de empresarios y militares. Hasta entonces, Castro había cumplido de forma impecable el papel que América Latina reserva a las esposas presidenciales: sonreír, inaugurar hospitales y visitar a los pobres, que en Honduras son el 70% de la población. Pero, tras la caída de su marido, dio un paso al frente que llega hasta hoy. En uno de los días convulsos posteriores al golpe, Castro intentó reencontrarse con su marido en la frontera con Nicaragua, pero fue interceptada por los militares para impedir que ella y sus seguidores organizaran un acto político. Aquel día ella aguantó durante horas, sentada en el maletero del coche con los pies colgando, a que los uniformados la dejaran pasar. Humillada y con su hija tomada de la mano, la antigua primera dama era la imagen de la derrota después del derrocamiento de su marido por coquetear con Hugo Chávez y saltarse una ley tras otra. Doce años después, ella puede ser presidenta del país y la niña de coletas está a un paso de ser diputada. De poco le ha valido insistir que no es la correa de transmisión de su marido y que trae un mensaje nuevo alejado del Foro de Sao Paulo.
Este domingo más de cinco millones de hondureños, el 70% de ellos menores de 39 años, votan para elegir nuevo presidente, 128 diputados y alcaldes en un ambiente cargado de tensión. El país, de diez millones de habitantes, tiene ante sí dos caminos contrapuestos, la izquierda de Castro, al frente del Partido Libertad y Refundación (Libre), y el popular alcalde de Tegucigalpa Nasry Asfura. Asfura se presenta como un hombre cercano, que huye de la crispación y que ofrece modernizar el país con obra pública como ha hecho con Tegucigalpa, llenándolo de puentes, túneles y rotondas. Su campaña compagina el lema de “trabajo, trabajo y trabajo” con “Patria sí, comunismo no” en referencia a Xiomara Castro. Los sondeos, prohibidos en el país desde hace semanas, describen el peor escenario para un país exhausto: el empate entre ambos candidatos.
En las oficinas, los expertos coinciden en que las elecciones de este domingo suponen el punto álgido de una crisis política que comenzó doce años antes, tras el golpe de Estado. Y, en la calle, los hondureños solo parecen tener clara una cosa: el lunes habrá protestas. Ayer sábado, bancos, concesionarios de coches o sencillas zapaterías y pulperías terminaban de proteger los cristales de sus negocios. También los supermercados vivieron largas colas de familias aprovisionándose de víveres.
El contexto del país no ayuda a la calma. En los últimos meses, han llegado dos huracanes seguidos, ha subido el gas, la gasolina y los alimentos más básicos y, desde hace años, Honduras es una máquina de expulsar caravanas de jóvenes hacia Estados Unidos. Si nada lo remedia, el año terminará con 700.000 nuevos pobres, según el Banco Mundial. En los últimos meses, el nombre del presidente, Juan Orlando Hernández, ha sido citado en una corte de Nueva York vinculado a los cárteles de la droga y Asfura, el candidato de su partido, apareció en los Pandora Papers. El tercer aspirante, Yani Rosenthal, hace campaña en el Partido Libeal después de tres años encarcelado en Estados Unidos por lavado de dinero. Vinculado a una de las familias más poderosas del país, los Rosenthal, su campaña ha estado centrada en convencer a los votantes de que conoce el sufrimiento y las necesidades del pueblo desde abajo ahora que ha pasado por la cárcel. Más que motivos, los hondureños parecen tener razones para la indignación.
Dos datos acercan aún más el cerillo a la gasolina de un día como hoy: casi la mitad de los votantes tienen menos de 29 años y Honduras es el país latinoamericano donde menos gente cree que la democracia es mejor que la dictadura, apenas el 30%.
Ocho meses de campaña electoral han encendido los focos rojos sobre el ambiente electoral que se vive. Aunque los asesinatos han bajado de 86 a 35 por cada 100.000 habitantes, los homicidios con fines políticos se han multiplicado por tres respecto a las últimas elecciones. La campaña ha dejado 23 candidatos asesinados, según las cifras de la oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Según Isabel Albadalejo, representante de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para Derechos Humanos, “se trata de una cifra especialmente alta en comparación con los países del entorno, incluidos México y Colombia”, dice. “Honduras ha estado en permanente crisis durante la última década y asistimos con preocupación a la violencia política y a la criminalización que se está haciendo de las protestas pacíficas”, explica en entrevista con EL PAÍS sobre las reformas del código penal que castigan con cárcel las protestas, una reforma de última hora ante lo que pueda pasar en las calles.
Observando en la distancia, Estados Unidos es el otro gran actor en las elecciones. Honduras es un dolor de cabeza para la región y, más allá de las caravanas que atraviesan México y Guatemala, está por definirse el papel que aspira a jugar Joe Biden en el que fuera el patio trasero de Estados Unidos. Enfrentado a la Nicaragua de Daniel Ortega y distanciado de El Salvador de Nayib Bukele, Estados Unidos ha perdido peso en una zona que tradicionalmente controlaba. Honduras es uno de los 15 países del mundo que, a cambio de dinero y ayudas, mantiene relaciones diplomáticas con Taiwán, prescindiendo de China, pero una posible victoria de Castro abriría las puertas de China.
A miles de kilómetros de China, en el parque central de Tegucigalpa, la imponente estatua de Morazán a lomos de su caballo presidía este sábado una animada plaza de familias y novios paseando ajenos a la tensión de los discursos políticos y las redes sociales que prevén el Apocalipsis. El único indignado es el espontáneo que se remueve sobre sí mismo ante tantas dudas sobre la estatua que tiene enfrente. “¿No ve que lleva el escudo de Centroamérica en los botones?”, dice señalando una aguja en un pajar.