Martes 30.4.2013
/Última actualización 11:01
- El agua se llevó el tesoro más preciado: sus obras. Algunos arrastraron durante años la bronca; otros no pudieron soportarlo. Un puñado de casos son reflejo del relato de decenas de artistas que vieron cómo la inundación se tragaba su historia.
Natalia Pandolfo npandolfo@ellitoral.com
- Es como si una lata de pintura negra se hubiera derramado encima de un dibujo. No hay marcha atrás, y sin embargo, él insiste en que no es para tanto. “Perdí algunas cosas”, dice, sus manos temblorosas sobre la mesa.
Un galponcito en el primer piso de la casa de Juan de Garay al 3800 fue refugio de la obra, y también de la vida, de Juan Arancio. Había dibujos, ilustraciones en tinta china, originales de sus historietas, cuadros que quedaron bajo el agua. Pero Arancio, a sus 81 y con una salud que da pelea día tras día, hace foco en la fortaleza de los vecinos, que luchaban para sacar lo poco que tenían y construían pasamanos en la desgracia. El más chico de 12 hermanos, Juan nació en esa casa de barrio Alfonso y nunca se mudó. Su visión del mundo está teñida de río, quizá por eso no se enoje tanto con la contingencia. “Cuando pudimos volver, limpiamos. Algunas cosas las salvamos y otras no”, se resigna. Recuerdos de la muerte Juan le huye a las palabras y prefiere pasar los minutos mirando, como quien todavía no entiende. Cuando puede, habla de los vecinos, de la canoa que algún amigo le había regalado y que en esos días sirvió de transporte para la gente del barrio; del desfile de embarcaciones que intentaban rescatar los restos del naufragio. En aquellos días decía ante quien quisiera oír: “Cuando yo era chico, y no estaba el terraplén Irigoyen, la creciente llegaba a dos cuadras de acá, pero bajaba enseguida. Ahora está demorando mucho”. “Es muy diferente a las inundaciones que yo dibujaba con los isleños, porque ellos están acostumbrados, juntan sus poquitas cosas y se van hasta que baja el agua. Esto es otra cosa: la gente no estaba preparada, perdió toda una vida de trabajo y recuerdos”, se lamentaba, viendo desde el techo a la obra convertida en pesadilla. Arancio publicó obras en las revistas El Tony, Intervalo y Anteojito, y también en Clarín. También creó las historietas Corso Pete, Trinchera, Puño de Hierro, Poncho Negro, Vida Escolar y Santos Bravo. Publicó la tira diaria Juan Chiviro en El Litoral, y en el exterior trabajó para los estudios Fleetway de Inglaterra, los Estudios Walt Disney y la editorial italiana Scorpio. Ese hombre acostumbrado a pintar la aldea litoraleña estaba ahora, como todos, conmovido. “Es terrible, nadie se imaginó algo así. Esto es incontenible y me provoca mucha, mucha, tristeza. Tengo pena, veo llorando a los vecinos abrazándose porque lo perdieron todo. Desde hace una semana se oye sólo el lamento de la gente”, decía en esos días de supervivencia. Ahora las frases le son esquivas: él prefiere tomar mate y, quizá, recordar. El patio profundo, lleno de plantas y árboles frutales luce luminoso, diáfano.
Resignación. Su visión del mundo está teñida de río, quizá por eso no se enoje tanto con la contingencia. “Algunas cosas las salvamos y otras no”. Foto: Mauricio Garín
Con la sonrisa en el ojal
- Ellos se ríen a dúo. Sus comisuras parecen sostenidas con tanza por alguna mano mágica. No se rinden ni siquiera cuando dicen la palabra bronca; ni cuando se acuerdan de ese día.
Se ríen y fuman: el cenicero repleto de colillas es el centro de mesa de esa casa que, hace diez años, recibió el latigazo de 2,40 metros de agua. Padre e hijo, marionetistas ambos, viven en Tarragona al 600, en el barrio Centenario, adonde Oscar se mudó en 1958, cuando se casó. El padre bautiza cada frase con una risa: “Gracias a Guillermo, que empezó a subir los muñecos y los libros a las habitaciones que hay en la terraza, pudimos salvarlos. Lo demás, ¡caput!”, grita, y con otra carcajada da por clausurada la frase. Cirilo Patapata, el Mencho, la tortuga, el ñandú, el loro: allí están, guardados como tesoros. Oscar tiene 82 años y empezó a fabricar títeres cuando iba al secundario: con una caja de zapatos, recorría las escuelas y daba pequeñas funciones. “Perderlos hubiera sido como perder un hijo. Son 40 años de trabajo”, explica. Actitud de identidad En los días convertidos en noches, Guillermo quedó en el techo cuidando las cosas y dando cobijo a algunos vecinos. “Mi hermano, que había estado poniendo bolsas en el Mitre y en el zanjón Taca, cuando vio que ya no se podía contener más, vino y me dijo: ‘Se viene el agua’. Eso nos dio un margen de dos horas, pudimos llevar frazadas y algo de comida para subsistir”, cuenta. El papá alcanzó a salir, con el agua a los tobillos, y se alojó en casa de amigos. “Cuando me senté allá arriba, y vi cómo iba subiendo el agua, me dolían las piernas. Hasta que entendí que era por los 500 viajes que había hecho llevando cosas” dice el hijo, y estallan ambos en ruidosa algarabía. —¿Cómo recuerdan ese día? —Y, mire, ¡tratamos de no acordarnos mucho! -intenta bromear Thiel padre-. La verdad es que nos inundaron, porque era algo que se podía prever. Inclusive, si hubieran volado antes la Mar Argentino, el agua no habría hecho el estrago que hizo. La volaron recién cuando el agua llegó al centro. Lo vivimos con mucha bronca -se sincera. Muebles, electrodomésticos, todo quedó sepultado. Pero ellos siguen riendo: saben que salvaron lo importante.
Padre e hijo. Con Juancito y Hermenegildo Mendieta. “Subimos primero nuestros muñecos y después el resto de las cosas. Son 40 años de trabajo: quedarse sin ellos hubiera sido como perder un hijo”, explican. Foto: Guillermo Di Salvatore
Los artistas que perdieron todo
Mural. El arte eligió algunos lugares emblemáticos para plasmar la inundación. En la Plaza de la Memoria 29 de Abril, que está frente al hospital de Niños, hay un extenso mural para recordar lo que pasó. Fue pintado el 28 de abril de 2007 por vecinos de Santa Rosa de Lima. Foto: Mauricio Garín
LA MÁGICA LOCURA TOTAL DE REVIVIR
- Todos los miércoles, cuando llegaba a su casa luego de dar clases en Esperanza, le decía a su esposa la misma frase: el Salado está más alto. La historia se repetía. Hasta que un día les avisó a sus alumnos, casi como en chiste: “Capaz que algún día de éstos ya no pueda cruzar”.
La noche del 28 de abril sus ojos, avezados en leer imágenes, vieron pasar un éxodo por calle Mendoza. “Las cosas más insólitas estaban en la calle: un televisor, una radio, una licuadora, un colchón: cosas que son íntimas y que de repente estaban allí, expuestas al público, fuera de su contexto”, relata. Abel Monasterolo, artista plástico y director del Departamento Museos de la Municipalidad, vivía en General López 3800, a una cuadra de la Estación Mitre, con su esposa y sus tres hijos que en ese momento eran chiquitos. Cuando los televisores empezaron a inundar sus pantallas de agua, Abel comenzó a recibir llamadas de gente preocupada. “En un momento estoy hablando con un amigo y veo, por el pasillo que daba a la calle, que entra lentamente una lengua de agua”. Cortar el teléfono y empezar a subir cosas fue un mismo relámpago. La lengua se convertiría en 2,50 metros. Parte de su obra se perdió: rescató algunas esculturas; pero los trabajos en papel se desdibujaron con el río. También desaparecieron sus libros y colecciones de diarios y revistas. Chamanes El agua dio marcha atrás y la familia intentó volver. “Si bien era una casa de clase media, a nosotros nos gustaba”, se lamenta Abel. Después de la catástrofe el barrio había cambiado y el hogar ya no era el mismo. “Estuvimos casi un año y fue horrible, muy traumático. La recuerdo como una casa muy luminosa, y como estaba en el medio de la manzana, tenía un clima diferente que te permitía aislamiento. Nada fue igual después”, explica. Crédito mediante, el artista pudo trasladar el nido a Colastiné. “Yo me crié solo a partir de los 15 años, y eso te convierte en un ser bastante duro: las cosas pasan y hay que afrontarlas. Pero ese momento -sin luz, el sonido de los helicópteros, los tiros, la gente que gritaba a lo lejos, las puteadas- fue bravo”, admite. Apenas la pesadilla terminó, un grupo de gente lo llamó para que participara de una muestra sobre la inundación. No aceptó: tenía mucha bronca. “Creo que un episodio de estas características tiene que ver con la corrupción. Esto era evitable”, define. Enmarañado en líneas de enojo y tristeza, pensó que las cosas se superarían por propia decantación. Un día, casi sin darse cuenta, el lápiz empezó a dibujar imágenes que no estaban previstas. “Me lo hicieron ver amigos: ‘Che, eso es la inundación’. No era algo consciente, pero estaba sanando”, cuenta. “Entonces entendí que los que hacemos alguna actividad ligada al arte, tenemos esa posibilidad de autosanarnos como un chamán. Vas sacando los fantasmas mientras hacés cosas”, dice. Habían pasado dos años del día nefasto.
Reflexión. “Los que hacemos alguna actividad ligada al arte, tenemos esa posibilidad de autosanarnos como un chamán”. En la Estación Belgrano y en el Sor Josefa se exponen muestras ligadas al tema. Foto: Pablo Aguirre
El día que Superman LlORó
- El día es soleado: van a hacer diez años. En la plaza Constituyentes, a las 11 de la mañana, la ciudad late su pulso de siempre. De casi siempre.
“Ese 29 de abril lo marcó para el resto de su vida”, dice Silvana Montemurri, la mirada fija como si en el pasto pudiera encontrar algún retazo de aquel día oscuro. Alto como los árboles, enorme en dosis iguales de talento y generosidad, Juan Carlos Rodríguez se enfermó de cáncer unos años después de haber perdido lo más preciado para un creador: su obra. Murió en 2012, a los 65 años. Durante su vida dejó rastros como actor, como artista plástico y como docente. Era teatro pero también televisión y radio, bambalinas y escenario. Divertido e inteligente, cosechó tantos amigos como elogios. La inundación le dejó marcas en el cuerpo y también en el carácter. “Él vivía en Brasil y Perú, a cuatro cuadras del cementerio. Perdió absolutamente todos sus libros y todos sus cuadros. Solamente una persona que a lo largo de su vida los ha reunido, sabe de qué se trata este vacío. Él se sentía mal cuando estaba frente a un escritorio y escuchaba los testimonios de quienes habían perdido sus lavarropas, sus mesas, sus cocinas. Le daba vergüenza hablar de sus libros, y sin embargo, eran su único tesoro. Libros de pintura, de teatro, obras valiosísimas, irrecuperables”, evalúa Silvana. “La tinta de Supisiche se mezcló con el río”, ironizaba él, como para espantar la tristeza. “Su casa estuvo mucho tiempo con el agua hasta el alero. Iba todos los días en piragua a ver si podía sacar algo. Ahora, con el diario del lunes, creo que el agua se llevó la vida del Flaco de a poco”, dice su amiga de siempre. Amante del paisaje islero, cuando tuvo la oportunidad de ser propietario, por los 90, el Flaco eligió comprar una casa en la cuna del Salado. Allí era dueño de una vida tapizada de cuadros y libros. “Me voy a vivir al corazón de la cumbia”, bromeaba. Tenía una visión romántica del mundo, que fue herida de muerte en 2003: decidió no volver nunca más y alquilar un departamento en Belgrano e Ituzaingó. El dolor de ya no ser El Flaco prefería no hablar del tema. Pero a veces pasaba que alguien buscaba algún libro y él, espontáneamente, saltaba: “Yo lo tengo”. Y después reaccionaba, y decía que no, que cierto que ya no. Los amigos respetaban los silencios eternos. Poco tiempo después de la inundación hizo un espectáculo, “No hagan olas”, con ruido de agua y helicópteros y gritos. Pero cuando el tiempo pasó, la marca del río horadó capas más profundas, y entonces llegó la depresión: el tiempo de los porqués sin respuesta. “En ese barrio el agua venía con olor a muerte, a cementerio. Nos poníamos en la nariz algodones embebidos en perfume. Era una casa chiquita, la había comprado con un crédito y vivía allí solo. Desbordaba de chirimbolos, como una pequeña escenografía teatral: cuadros, fotos, un ángel colgado del techo, un Superman de cartón en la pared”, cuenta Silvana. El Flaco estaba enojado con Superman, porque no había sido capaz de ayudarlo a cuidar sus tesoros. Fue a parar a la basura, como todo lo demás.
Una ironía. “La tinta de Supisiche se mezcló con el río”, decía él, como para espantar la tristeza. Sus amigos dicen que la inundación fue el principio del fin. Foto: Archivo El Litoral