Rogelio Alaniz
Correspondería hablar no de la revolución, sino de las revoluciones radicales de 1893, para referirnos a los diversos levantamientos armados promovidos ese año contra el gobierno de Luis Sáenz Peña. Probablemente, el concepto de “revolución” que hoy manejan las ciencias sociales no sea el más adecuado para referiste a estos levantamientos cívicos militares que, de todos modos, contaron con una notable adhesión popular. Lo que importa señalar en este caso es que quienes protagonizaban aquellas refriegas estaban convencidos de que participaban de una revolución, sin detenerse a reflexionar acerca de los alcances que iba a adquirir esta palabra en el siglo veinte. Por otra parte, lo cierto es que el imaginario de los revolucionarios de entonces era el del ciudadano en armas en clave liberal republicana.
Como dije, el presidente del país en aquellos años era Luis Sáenz Peña. Había asumido en octubre de 1892 después de un proceso electoral fraudulento, para algunos el más escandaloso en un tiempo de fraudes frecuentes. Sáenz Peña era el presidente, pero quienes manejaban los hilos del poder detrás del trono eran Julio Roca y Carlos Pellegrini. Es más, la llegada al poder de don Luis fue consecuencia de una de las clásicas maniobras de quien con justicia e ingenio fuera calificado de “zorro”. En realidad, el dirigente con más posibilidades era Roque Sáenz Peña, pero Roca convenció al padre de este caballero para que se presentara como candidato, y atendiendo a los escrúpulos del honor de la época, el hijo decidió cederle el lugar al padre, una postergación de veinte años para Roque, pero también para la Nación ya que no era desatinado pensar que si él ganaba las elecciones en 1892 el proceso de democratización política podría haberse puesto en marcha. No fue así. Y no viene al caso pensar en lo que habría ocurrido si las cosas se hubieran dado de otro modo.
En 1892, no sólo se consumó un fraude sin precedentes, sino que el 2 de abril de ese año, Pellegrini en su carácter de presidente denunció un complot tramado por los radicales para asesinarlo, motivo por el cual sus principales dirigentes fueron detenidos. Como se podrá apreciar, los radicales tenían muy buenos motivos para alzarse en armas contra un régimen que violaba descaradamente los preceptos constitucionales sobre los cuales decía sustentar su legitimidad.
A la debilidad política del gobierno se sumaba una coyuntura económica difícil. Pellegrini había logrado sacar al país de la crisis desatada en el noventa, pero ello incluía lo que hoy denominaríamos un severo ajuste que afectaba a las clases populares y a amplios segmentos de las clases medias y altas. Por último, en diferentes provincias, pero muy en particular en Santa Fe, los reclamos de los inmigrantes para elegir intendentes y jueces de paz eran cada vez más intensos.
La revolución radical de 1893 fracasó, pero consolidó a la UCR con una personalidad política propia y un liderazgo indiscutido. En aquellas jornadas, los radicales adquirieron entidad nacional, aunque como consecuencia paradójica de todo ese proceso, la revolución pondría en evidencia las diferencias irreductibles entre Yrigoyen y Alem, diferencias que, como todos saben, se saldarán a favor de don Hipólito.
El proceso de 1893 dispone de una particularidad que no va a estar presente en las otras revoluciones. Como consecuencia de la debilidad del gobierno de Sáenz Peña y de las disensiones internas de la élite, en los primeros días de julio de 1893, Aristóbulo del Valle será designado ministro con facultades para reorganizar el gabinete. Sus colaboradores en esta gestión de 36 días serán Lucio V. López, Mariano Demaría, Valentín Virasoro y Enrique Quintana. Del Valle era radical, como lo iba a a admitir luego Pellegrini. A su manera y en su estilo, pero radical. Había participado en las jornadas del noventa y en la fundación de la UCR. Por otra parte, era íntimo amigo de Alem, con quien compartía las tenidas en la misma logia.
Este hombre será clave en la revolución que se preparaba para julio. Y lo será, porque ayudará a realizarla, pero al mismo tiempo le pondrá los límites. Los historiadores admiten que los radicales se iban a levantar en armas con independencia de Del Valle. Puede ser. Pero lo cierto es que la decisión de Aristóbulo de promover el desarme de las milicias provinciales fue clave para darle chances militares a los insurrectos.
Asimismo, los historiadores se preguntan qué habría pasado si en el momento en que las milicias radicales controlaban las provincias de Buenos Aires y Santa Fe, Del Valle hubiera decidido la destitución de Sáenz Peña. Como se sabe, no lo hizo. Y fue en esa ocasión que pronunció su célebre frase: “No doy golpes de Estado porque soy un hombre de Estado”.
¿Qué se proponía Aristóbulo del Valle? Con lenguaje contemporáneo podríamos decir que intentaba realizar una revolución “desde arriba”. Lo que se sabe es que estaba de acuerdo con los levantamientos provinciales, pues serían un excelente pretexto para intervenir a las provincias, consolidar las nuevas autoridades revolucionarias y crear condiciones para convocar a elecciones anticipadas. Cuando la situación se complicó y Alem exigió que Del Valle derrocara a Sáenz Peña, éste se opuso y se dice que Yrigoyen también.
¿La pretensión de Alem era posible? Es probable que en lo inmediato, Del Valle se hubiera salido con la suya, pero lo que no se debe perder de vista es que el llamado “régimen” estaba intacto, es decir que disponía de poderío económico y militar. Supongo que estas consideraciones estuvieron presentes en un hombre ducho en los entresijos del poder como era Del Valle.
El primer levantamiento se produjo el 28 de julio en la provincia de San Luis. Teófilo Saá derrocó al gobernador Jacinto Videla, tal vez pariente de Jorge Rafael. En Santa Fe, los levantamientos se dieron en Esperanza, la ciudad capital y Rosario. Los grandes dirigentes de la jornada fueron Lisandro de la Torre, en Rosario, y Mariano Candioti ,en Santa Fe. Criollos e inmigrantes, colonos en armas y paisanos avanzaban sobre las ciudades. Como consecuencia de la movilización, el gobernador Juan M. Cafferata le entregó el poder a un triunvirato presidido por Ignacio Crespo. Pero a principios de agosto, Candioti se hizo cargo del poder. Una frase suya expresa el ideario de los revolucionarios: “Marcharemos para reclamar por nuestros derechos con la Constitución en la mano y el revólver en el cinto”.
En la madrugada del 30 de julio, se inició la revolución en la provincia de Buenos Aires. El cuartel de los insurrectos era Temperley. El jefe era Yrigoyen; y sus colaboradores, su hermano Martín y Marcelo T. de Alvear. La revolución estaba organizada hasta en los detalles. Ochenta y dos municipios se levantaron en armas. Las milicias armadas radicales sumaban alrededor de ocho mil hombres. El gobernador Julio Costa renunció y el 8 de agosto asumió Juan Carlos Belgrano.
La revolución parecía triunfar, pero faltaba lo más importante: la toma del poder. Fue lo que no harán o no podrán hacer. La Cámara de Senadores aprobó la intervención de las provincias como quería Del Valle, pero el proyecto se frenó en Diputados. A todo esto, los revolucionarios cometieron un error garrafal: liberaron a Pellegrini que estaba detenido en Haedo. El Gringo, a quien no en vano sus amigos apodaban “la gran muñeca”, maniobró y transformó la derrota en victoria. Las intervenciones a las provincias se concretaron, pero no para apoyar a los revolucionarios sino para derrotarlos. El 25 de agosto, Hipólito Yrigoyen ordenó la rendición. La revolución había fracasado, pero el radicalismo estaba más vivo que nunca. El 24 de septiembre los radicales se volvieron a levantar en armas en Santa Fe, mientras que en Rosario, Leandro Alem era proclamado presidente de la Nación. Pero ésa ya es otra historia.